“Escribo siempre que puedo, con náuseas al comenzar y satisfacción al concluir.”-Horacio Quiroga
Existen autores que se quedan grabados en nuestra memoria por una frase, una imagen o un impacto, como el olor del tabaco en la ropa. En mi caso, fue una canoa flotando a la deriva en medio de un río selvático. El cuento “A la deriva” de Horacio Quiroga no solo me marcó como lector, sino que también me enseñó una lección crucial: la literatura no siempre tiene que explicar, pero sí debe provocar. Hoy, cuando la confusión y la sobrecarga informativa parecen ser parte de la vida cotidiana, volver a Quiroga es regresar a un maestro de lo incierto y lo inquietante.
Horacio Quiroga no escribió para consolar. Su narrativa no ofrece certezas ni finales felices. Todo en su obra es tensión: entre la vida y la muerte, entre la razón y el delirio, entre el hombre y la naturaleza. Y ese es precisamente uno de sus grandes méritos. Lejos del realismo tradicional que encumbró a sus contemporáneos, Quiroga construyó un universo narrativo en el que la selva –esa selva misionera que conoció de cerca– no es solo un decorado, sino un personaje más, muchas veces el más cruel, el más siniestro. “El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte”. Así la describió el cuentista, dramaturgo y poeta uruguayo.
Su vida estuvo atravesada por tragedias: suicidios, enfermedades y amores imposibles. Pero lo admirable es cómo transformó ese dolor en materia literaria sin caer en el lamento. En lugar de convertir sus cuentos en simples testimonios, los elevó a una estructura estética rigurosa. Su “Decálogo del perfecto cuentista” no es solo una serie de consejos. Quiroga exige precisión, economía verbal y control emocional. La emoción está, pero domada por la forma:
“No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino”.
Uno de los aspectos más fascinantes de su estilo es su técnica visual, casi cinematográfica. Sus cuentos parecen filmados: planos generales, primeros planos y puntos de vista que se mueven. El lector es guiado con la destreza de alguien que sabe exactamente qué mostrar y qué ocultar. En cuentos como “El hijo”, el final no es solo una sorpresa; es una emboscada emocional que desestabiliza al lector.
Más allá de lo técnico, Quiroga también se comprometió con su contexto histórico. Denunció la explotación de los peones en la selva, el sistema de bonos y la ignorancia inducida. Lo hizo sin panfleto, a través de la ficción, pero con una claridad crítica admirable. En ese sentido, fue un narrador fronterizo: entre el arte y la denuncia, entre la invención y la vivencia.
En tiempos donde se exige que todo se entienda rápido, Quiroga invita a detenerse, a mirar más de una vez, a dudar. Su literatura no solo resiste el paso del tiempo, se vuelve más vigente en un mundo que también parece ir a la deriva.
Volver a leer a Quiroga es descubrirlo con una mirada renovada. No solo para comprender sus cuentos, sino para entender que existen formas de mirar lo real desde el borde, desde la frontera. Y que ese borde, cargado de incertidumbre, también puede ser una forma de verdad. Friedrich Nietzsche escribió que, cuando miras largo tiempo a un abismo, también este mira dentro de ti. Pero para Horacio Quiroga, ver al abismo y que este te reconozca es la mejor prueba de que seguimos siendo humanos.
Murió en 1937 por voluntad propia, anticipándose al dolor de un cáncer terminal. Para muchos fue un escritor maldito, pero él nunca reclamó ese título. Fue, más bien, un hombre maldecido por las Moiras, que convirtió cada herida en literatura. Su final, como sus cuentos, no ofrece consuelo, pero sí una forma brutal y bella de verdad.