En México, los servicios destinados al cuidado y la educación de la primera infancia enfrentan serios retos debido a la distribución desigual de las tareas de cuidado, la falta de coordinación entre instituciones y la limitada cobertura disponible. Aunque el discurso oficial resalta la importancia del desarrollo infantil temprano, la realidad presenta un panorama desalentador.
Con base en el reciente informe, “Cuidados para la primera infancia: Recomendaciones hacia la conformación del Sistema Nacional de Cuidados” presentado de manera conjunta por el Instituto Early, la organización Ethos Innovación en Políticas Públicas y el Centro de Investigación Económica y Presupuestaria (CIEP), el acceso a servicios de cuidado y educación para la niñez en sus primeros años no solo es insuficiente, sino profundamente injusto, afectando de forma directa a millones de niñas y niños, pero también —de manera estructural— a las mujeres.
Según datos del Inegi el porcentaje de la primera infancia en México representa el diez por ciento de la población total. La Encuesta Nacional para el Sistema de Cuidados (Enasic, 2022) reveló que de los 12.2 millones de niñas y niños de cero a cinco años que integran la muestra, apenas el 44 por ciento acceden a servicios de cuidado o educación temprana. Esto significa que alrededor de 6.8 millones de infantes están fuera del sistema. La cifra se vuelve aún más preocupante cuando consideramos que en áreas rurales, donde vive el 26 por ciento de la población infantil, solo se encuentra el 2.2 por ciento de los Centros de Atención Infantil (CAI). Así, el Estado mexicano abandona a los más vulnerables y perpetúa las desigualdades sociales desde los primeros años de vida.
Esta omisión tiene efectos concretos: mientras se habla de paridad y equidad de género, el cuidado sigue recayendo mayoritariamente en las mujeres. En promedio, ellas dedican casi 40 horas semanales a tareas de cuidado no remunerado. El 68 por ciento de las madres que desean trabajar no pueden hacerlo por falta de opciones de cuidado para sus hijos. ¿Cómo hablar de inclusión laboral igualitaria si no existen condiciones mínimas que liberen a las mujeres de esta carga histórica?
A esto se suma un sistema fragmentado y mal coordinado. La falta de convenios con gobiernos estatales y la diversidad de denominaciones bajo las cuales operan los Centros de Atención Infantil (guarderías, Centros de Desarrollo Infantil (Cendi), Estancias de Bienestar y Desarrollo Infantil (EBDI), Centros Asistenciales de Desarrollo Infantil (CADI), Centros de Asistencia Infantil Comunitarios (CAIC), kinders y jardines de niños, entre otros) contribuyen a esta situación.
Cada institución —IMSS, Issste, SEP— opera bajo marcos distintos, con estándares y coberturas desiguales. El Registro Nacional de Centros de Atención Infantil (Rencai), crucial para supervisar y planear políticas públicas, enfrenta obstáculos debido a la falta de comunicación entre niveles de gobierno. Mientras tanto, los programas sociales federales optan por transferencias monetarias en lugar de invertir en infraestructura de cuidados, perpetuando la noción de que “el hogar se las arregle”.
El diagnóstico está claro y no es nuevo. Lo alarmante es que, pese a las recomendaciones de organismos como la Organización de Naciones Unidas (ONU) y la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), el presupuesto nacional para la primera infancia ha disminuido 1.1 por ciento anual en la última década. En este 2025, se proyecta un gasto de 24.2 mil millones de pesos en cuidados infantiles, pero el 83.2 por ciento está concentrado en servicios ligados a la seguridad social, dejando fuera a quienes viven en la informalidad o la marginación.
Urge reconocer el cuidado a la primera infancia como un derecho humano autónomo y garantizarlo en la Constitución. También se requiere ampliar la cobertura en zonas de alta necesidad, profesionalizar al personal educativo, establecer estándares de calidad y lanzar campañas que informen sobre la importancia del desarrollo temprano.
Invertir en la primera infancia no es un gasto, es una política de futuro. Garantizar servicios de cuidado dignos y accesibles no solo beneficia a la niñez, sino que transforma comunidades, fortalece el tejido social y construye un país más justo. El reto está claro: ahora falta la voluntad necesaria para lograrlo.