Estaba cayendo la tarde de otoño, cuando aquel grupo de vaqueros decidieron ir a campear al monte. Estaban reunidos en el pozo del agua y el sol empezaba a querer bajar.
En el rancho santa Belinda, propiedad de la Familia Higuera, trabajaban una familia entera y personas amigos o allegados a ellos.
Don Juan Martínez con sus hijos Alberto, Aurelio, Tomás, Aarón y Juventino cuidaban la propiedad y en ella se dedicaban a la producción de henequén y la crianza de ganado.
Había un área de monte frondoso, lleno de árboles nativos como ébanos, comas, mezquites, barretas, anacahuas y más, justo hacia el suroeste colindaba con el arroyo Juan Capitán, exactamente a la altura del vado que lo cruza para ir hasta el ejido Manuel Ávila Camacho.
Los hermanos Ángel y Benito, casados con hijas de Los Martínez (Ángel con Amalia, hija de Don Juan y Benito con Ana María, hija de Alberto) habitualmente coincidían con todos ellos, con el tiempo se establecieron en el ejido, por lo que la cercanía y trato siempre fue cordial, eran familia.
Ellos dos tenían interés de lazar una yegua que, junto a las demás, campeaban en el monte, por lo que, puestos de acuerdo, se enfilaron al falsete que estaba a la entrada, donde a la derecha se ubicaba la casa de Tomás.
Como aquel monte era muy alto y cerrado, la única manera de comunicarse era mediante gritos y chiflidos, unos se fueron con rumbo al camino de Camacho, casi a la mitad del trayecto, que no eran más de 300 metros, había un camino cruzado hacia el sur, el cual iba con rumbo al charco del rancho San José y de paso hasta El Baluarte. Del falsete de la casa de Tomás cruzaba también otro camino entre el monte, éste llegaba al río, lo cruzaba y terminaba en la esquina del encañonado, así le decíamos al camino que va hasta el ejido que tiene cerco de alambre de púas por ambos lados.
Dispuestos a vaquerear, en la corrida de las bestias se hicieron dos grupos de animales, unos fueron tras unas, Benito y Ángel tras las otras con rumbo al charco; Ángel montaba un burro que Aurelio le había prestado, Benito montaba el mascarillo, caballo de trabajo y confianza del rancho de Los Cano, él, con la adrenalina del momento y que sólo quienes han tenido la oportunidad de lazar a caballo saben, había visto las yeguas y las llevaba cerquita, venía enfilado con la reata en la mano y en la otra, la rienda de su caballo, apretó la pierna y antes de llegar al cruce de los dos caminos la manada se dispersó entre el mogote por una vereda muy angosta y con espinas, Benito, antes de llegar a la entrada de esa vereda para seguir con su lazo, alcanzó a ver una persona que de frente cabalgaba en un burro blanco hacia él, como su caballo iba muy fuerte, solo alzó su mano derecha para saludarlo, con la misma acomodó su sombrero y a todo galope se internó en el monte.
Esa tarde se fue muy rápida y no alcanzaron a lazar a ninguna yegua. Dieron por terminada la jornada y se volvieron a reunir en torno al pozo, donde tenían una canoa de un tronco de ébano y ahí les daban agua a los animales; en la plática de los detalles, Benito les preguntó que quién era el hombre del burro blanco y todos se platicaron, tratando de encontrar un parecido con alguien de por el rumbo y nunca supieron quién era.
La descripción que Benito les daba, era que el hombre tenía la tez morena, usaba un sombrero pequeño, su vestuario era un hábito blanco y en la parte de encima era color negro, de la cintura atado con un mecate y por los estribos de la montura se veía que usaba huarache de correas, lo acompañaban un par de perros.
Desde esa ocasión, jamás volvieron a ver al amigo; con los años, el rancho desapareció y el monte fue derribado por los nuevos dueños, hoy sólo en los recuerdos de esos vaqueros quedó grabada aquella ocasión en que San Martín de Porres apareció en la campeada y el momento en que Benito lo vio, donde hacen cruz los caminos.
Hasta la próxima.