En mis 25 años de feminista me ha tocado marchar en varias ocasiones por distintas causas de las mujeres. Antes del 2020 las marchas en Ciudad Victoria tenían muy poca concurrencia; a veces no se llegaban ni a cien participantes. También es justo decirlo, que hubo años en que no hubo marchas en la ciudad. Sin embargo, en los últimos cinco años el número de mujeres que asisten a las marchas se ha incrementado.
A nivel país ocurrió lo mismo, la marcha del 2020 fue un parteaguas al ser la más numerosa en la historia que llegó de la mano con un paro nacional llamado #9M ninguna se mueve.
Una de las características que he podido percibir de las marchas recientes, es que en su gran mayoría son mujeres muy jóvenes, adolescentes y hasta niñas. Muy pocas mujeres de arriba de 40 años asisten a las marchas. En algunas ocasiones, las chicas abren micrófono y dan sus testimonios, dan nombres de sus agresores y están dispuestas a dar la cara para denunciar públicamente.
Las jóvenes y adolescentes denuncian la violencia sexual de la que son víctimas: el acoso, hostigamiento, violación. Como dice Nuria Varela en su libro Feminismo 4.0, si bien la cultura de la violación ha estado siempre en movimientos feministas anteriores, en la actualidad las movilizaciones, colocan el foco en los violadores y acosadores, poniendo nombre y apellidos, denunciando las complicidades y exigiendo una justicia que merezca el nombre. Ahí aparece la figura de los famosos “Tendederos”.
En los tendederos las principales denuncias son hacia escuelas e instituciones escolares, puesto que, al no contar con mecanismos de denuncia, apoyo y escucha de las víctimas, recurren hacerlo de forma anónima, encontrando solidaridad entre las colectivas y visibilizando lo que siempre se supo, lo que dejaba pasar y no se quería hablar.
Las denuncias de los tendederos y las marchas han obligado a muchas instituciones educativas a modificar prácticas a contar con mecanismos de denuncia. “Obligaron a las autoridades a escuchar, no como una escucha burocrática, que registra y archiva, sino como una escucha que da credibilidad a quien la porta”. (Pacheco, 2024).
Las marchas tienen muchas personas detractoras, inclusive de mujeres y se ha llamado de manera despectiva aquellas que han dañado bienes públicos y privados. Las marchas son un grito desesperado de las jóvenes ante una violencia que no disminuye.
Según datos de la Cámara de Diputados, durante el 2024, 829 fueron víctimas de feminicidio y la violencia familiar se ha incrementado a nivel nacional en los últimos diez años en un 118.3 por ciento. En el caso de Tamaulipas, según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Estatal de Seguridad Pública, en llamadas al 9-1-1 durante enero del presente año, ocurrieron 1948 llamadas de las cuales 859 fueron de violencia familiar y 707 violencia de pareja, 25 llamadas sobre violencia sexual de los cuales once fueron sobre abuso sexual y seis violaciones. En Victoria, en este mismo período, del total de llamadas al número de emergencia fue de 383, el 93 por ciento son sobre violencia familiar y de género. Estos datos dan cuenta de la magnitud de la problemática.
Las marchas han servido para visibilizar una problemática latente que afecta a las mujeres. Soy una defensora de ellas y como feminista me sumo siempre a su lucha. Sin embargo, algo que he percibido en los últimos años es que después del 8M muy pocas pasan. Hay un impacto inmediato que se diluye y que no logra permanecer e impactar ni la política social, ni las instituciones ni a las jóvenes y mujeres que ese día marcharon.
Las marchas feministas son un medio esencial para hacer visibles las demandas de las mujeres y generar conciencia social, pero su impacto no siempre se traduce en mejoras tangibles en sus condiciones de vida. Para que haya un cambio real, es necesario que estas manifestaciones se acompañen de acciones concretas, políticas públicas efectivas y compromisos institucionales. Es importante romper con la indiferencia institucional, la falta de voluntad política y la resistencia de sistemas profundamente arraigados en la desigualdad. Mientras tanto, el grito se escucha fuerte, pero quienes deben de escuchar permanecen sordos.