mayo 23, 2025
Publicidad
Alicia Caballero Galindo

La niña de las flores

mayo 22, 2025 | 17 vistas

Alicia Caballero Galindo

—¿Me compras una rosa? Es la última que me queda; necesito acabar para poder irme a la casa.

—Si sólo te queda una, pues ¡tírala! Y asunto arreglado.

Fue la respuesta amarga de una joven mujer que pasaba frente a la esquina de mi casa, donde vendía sus flores aquella niña. Los ojos de la pequeña vendedora se entristecieron y una lágrima rodó por su rostro.

—Me las dan contadas y no puedo hacer lo que usted dice, debo entregar el dinero preciso y si regreso con flores, no ceno, si me falta dinero, duermo afuera de la casa, es la regla.

La mujer, se encogió de hombros y siguió su camino aquella tarde que la lluvia amenazaba y estaba pronta a azotar. El viento empezaba a soplar con fuerza y la vendedora de flores, cuidaba su última flor como a un bebé, para que no se maltratara. Desde mi ventana, empecé a notar que el viento arreciaba; nadie compraría aquella última flor. Las primeras gotas de agua empezaron a caer en la banqueta y se secaban de inmediato por el calor de aquel mes de mayo que apenas recuerdo. Llamé a la niña y se acercó temerosa;

—Yo te compro tu flor, pequeña; ¿cuánto vale?

Los ojos se le iluminaron de alegría y dijo con entusiasmo:

—Diez pesos, señorita.

Y me tendió a través de la vieja forja de la ventana aquella rosa a medio abrir. Tomó su moneda y me miró agradecida con una sonrisa, enmarcada por aquel pelo negro trenzado en la nuca que se empezaba a despeinar. Desde aquel día, aquella pequeña vendedora iluminaba mis tardes de soledad. Llegó a platicarme que su papá la sacó una noche de su casa y se la llevó. Le contó por el camino que su madre había muerto y viviría con su tía, hermana de él. La dejó ahí después de hablar en secreto con aquella mujer, que era supuestamente, su tía. Nunca más volvió su padre… Como aquella mujer tenía hijos y era viuda, la hacía trabajar para mantenerse, su situación no era buena.

Un día descubrí un verdugón en la pierna derecha de aquella niña y después de muchas vueltas, me dijo que le había pegado su tía, porque no pudo planchar un pantalón de mezclilla… el corazón se me contrajo, pero no dije nada.

Supe que aquella niña se llamaba Teresa, con el tiempo, rompió las reservas que tenía; cuando podía, le compraba sus últimas rosas y la invitaba a tomarse una pieza de pan recién comprado con leche. Le tomé cariño porque era como un rayo de luz en la oscuridad. Yo vivía sola en mi casa; entre unos muros llenos de recuerdos, de fantasmas de ayer, de soledad y añoranzas. Algunas tardes, me parecía ver la sombra querida de mi madre deambular por la casa y mirarme con ternura. Era sólo una ilusión…

Un día de invierno, vi a Teresa medio enferma y vendiendo sus flores, la invité a pasar como de costumbre y tosía sin cesar. Le hice un te caliente y me atreví a decirle mientras disfrutaba aquella bebida.

—¿Tu recuerdas a tu mamá, pequeña?

—¡Claro que sí; señorita Lucy! Tengo diez años y sólo hace dos años que… Mi mamá trabajaba en una tienda; recuerdo el número porque mi mami me hizo aprenderlo de memoria por si lo necesitaba. Un día la tuve que llamar porque mi papi no me recogió de la clase de Inglés.

—Tú sabes hablar inglés?

Le dije sorprendida,

—Sí, estudié desde chiquita. Extraño a mi mami, a veces pienso que son mentiras de mi papi que se murió. Ellos se peleaban mucho.

—Oye, ¡y si llamas al teléfono del trabajo de tu mamá y preguntas por ella?

Los ojos de la niña se iluminaron con una sonrisa; yo le indiqué dónde estaba el teléfono y ella corrió hasta el aparato con el corazón en la garganta.

Era un teléfono foráneo y la niña sabía la clave completa, con mano temblorosa marcó el número, puse el altavoz para escuchar la conversación y evitar que lastimaran a mi amiguita. Eran las cuatro de la tarde; después de dos timbrazos una voz que estremeció a la niña contesto;

—Departamento de contabilidad, diga;

—Mami!! Eres tú, ¡eres tú! ¡No estás muerta!

—Si es otra de las trampas sucias de Abel, pierden el tiempo.

La niña un poco más tranquila le dijo:

—No, mami; soy yo, Teresita, tu cachorrita.

El corazón de aquella mujer, dio un vuelco en su pecho; sólo ella y su hija sabían de aquel mote cariñoso. Un grito ahogado se escuchó del otro lado de la línea

—¡Hijita de mi alma! ¡¿dónde estás?! Creí que nunca te encontraría.

Yo sentí un nudo en la garganta y las lágrimas salieron a raudales. Después de que madre e hija hablaron, tomé el teléfono y le conté a aquella mujer lo que la niña me había dicho. También le dije que yo le había tomado cariño.

— Por favor dígame su dirección y no deje salir a mi niña de su casa.

Después de indicarle mi dirección, continuó diciendo:

— Estoy a una hora de donde vive estaré ahí, en poco tiempo. Y que Dios la bendiga por ponerle fin a un suplicio de casi dos años que me arrebataron a mi niña.

Todo transcurrió tan rápido; al colgar el auricular, Teresita, me abrazó y lloró de alegría junto conmigo. A las dos horas, estaba ahí aquella madre.

El encuentro fue indescriptible, ambas se abrazaron y lloraron de felicidad.

Desde entonces, ya no estoy sola, Teresita y su madre viven conmigo y tengo una familia. De la mujer con quien vivía, nunca volvimos a saber nada. Dios entreteje sus redes de amor ¡todavía ocurren milagros!

Comentarios

MÁs Columnas

Más del Autor

Día del maestro

Por Alicia Caballero Galindo

Día de las madres

Por Alicia Caballero Galindo