María José Zorrilla
Había unas luces en las aceras. La calle apacible y a lo lejos algunos bares y restaurantes encendidos con música alegre, pero sin invadir el espacio. A las tres cuadras estaba la gran plaza central declarada patrimonio de la humanidad desde 1978 y donde había gran dinamismo en el mercado mejor conocido como La Lonja de los Paños. Estaba en Cracovia, ese lugar donde ocurrieron terribles crímenes de guerra, donde el pueblo judío sufrió hasta lo indecible, y lugares como la Fábrica Schindler y Auschwitz habían marcado hace más de 80 años a la Polonia sufrida y fragmentada durante la Segunda Guerra Mundial. Ahora Cracovia es una ciudad señorial, plena de vida nocturna, bares y restaurantes llenos de gente, todos con sus mechones encendidos para calentar los espacios y darles cierta ambientación pues el otoño en esos lares suele empezar con temperaturas entre 16 y 9 grados. Tenía dos días en la ciudad y podía sentir un ambiente relajado y seguro. En ninguna otra ciudad europea, había experimentado tanta tranquilidad al caminar por las calles algo oscuras en la noche. El último día estuve con Ignacio un querido primo hermano con el que había compartido buena parte de mi infancia. Casado con polaca y con dos hijos, la familia había decidido mudarse de Miami a Polonia, a la ciudad donde Hania había crecido para que sus hijos tuvieran una mejor calidad de vida y oportunidades múltiples en universidades de gran tradición donde la violencia y la droga no es parte del cotidiano de los jóvenes. Después de una agradable cena familiar en un restaurante muy concurrido y de ricos platillos locales me fui con mi primo a tomar un trago. Se nos fue el tiempo como agua y cerca de la una de la mañana decidimos poner puntos suspensivos hasta volvernos a ver próximamente. Le pregunté si tomaría un taxi para regresar a su casa, tal vez a más de dos kilómetros de allí y me dijo de ninguna manera. “Me iré caminando, aquí es un lugar muy seguro. No hay ningún problema, riesgo ni violencia alguna”. Me acompañó al hotel y prosiguió su camino. Pensé lo afortunado de poder disfrutar tranquilamente de ese espacio del tiempo tan maravilloso que es la noche recorriendo calles apacibles sin temor a ser atacado. Me quedé cavilando lo que significa la noche. Para algunos el tiempo para descansar, para dormir. Para otros es el tiempo perfecto para divertirse o para meditar, para pensar, para crear. La noche ha sido tema de libros, pinturas y películas. Tal vez sea La Noche de Van Gogh sea la obra más famosa con este tema, aunque sabemos que fue realizada en momentos muy difíciles de la atormentada vida del artista que se encontraba en un psiquiátrico en el sur de Francia. También La Noche es una obra publicada en Argentina en 1956 por Elie Wiesel sobre su experiencia y la de su padre en los campos de concentración precisamente en Auschwitz entre 1944 y 1945. Cuan diversa puede ser la noche. Para los grandes creadores fue inspiración aún en condiciones extremas y dolorosas. Ahora en Polonia la noche puede ser plácida y tranquila mientras que en muchos países la noche está asociada a violencia y crimen. A mi regreso a México después de unas espléndidas vacaciones por el Viejo Continente, una pareja de sinaloenses que venía conmigo en el avión se dirigió al Hotel frente al aeropuerto donde volvimos a coincidir. Les pregunté si ellos no habían podido hacer conexión como nosotros que veníamos a Puerto Vallarta y me dijeron, más que eso, en Culiacán hay toque de queda. Ni quien se atreva a salir en la tarde noche. Qué triste ver como se nos descompuso el país. Ya no solo es la noche un espacio de riesgo para convivir, la noche es sinónimo de violencia. Es la noche el tiempo en que desaparece la gente, cuelgan cadáveres y mantas con mensajes amenazadores, asaltan personas, matan y violan mujeres. Es la hora en que México llora porque se le ha salido de las manos el tema seguridad y vigilancia.