diciembre 11, 2024
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Oscar Pineda

La playa de San Tiburcio

junio 14, 2024 | 373 vistas

Cada verano, al terminar el ciclo escolar en la legendaria y benemérita escuela primaria Marcos Vives, mi familia organizaba un viaje de vacaciones.

Casi siempre, era el tío Tano quien reunía a los grandes (así les decíamos a los adultos), para acordar el lugar donde pasaríamos unos días para salir de la rutina de la escuela, el trabajo y en el caso de mi abuela, de la eterna crianza de hijos y nietos.

A veces elegían alguna playa cercana, otras, algún río y de vez en cuando alguna ciudad colonial, de esas en las que los adultos solían caminar por horas admirando fascinados un montón casas viejas y edificios a punto de caer.

Podía ser cualquier lugar el destino final de las vacaciones, pero invariablemente, sí o sí, la primera parada era San Tiburcio, para mí, lo mejor de todos los viajes.

El lugar estaba como a una hora y media del pueblo donde vivíamos, en el corazón del semidesierto de la zona media.

Era como un oasis, con verde vegetación y abundante agua fresca que brotaba de un manantial cristalino rodeado de altos pirules y mezquites.

El agua transparente daba un pequeño salto sobre unas rocas que formaban una represa y luego avanzaba río abajo hasta perderse en el horizonte.

A las orillas de aquel arrollo manso se formaba una playa de arena dorada que lanzaba pequeños destellos de luz al ser tocada por los rayos del sol.

Sentir el contacto de la arena en los pies era una experiencia única, mejor que cualquier otra playa que haya conocido.

Las plantas de los pies se hundían un poco mientras la arena, suave y húmeda, se metía entre los dedos generando un rico cosquilleo.

Recuerdo que la tía Yoya tendía una enorme toalla de rayas color pastel y desparramaba toda su humanidad en la playa para cargarse, decía, de energía con el sol, después de un rato tenía la piel roja como brasa ardiendo y le untaban baba de sábila para el ardor.

El tío Tano colgaba una hamaca en la primera sombra que encontrara cerca del agua y se echaba a dormir con la panza descubierta, mientras mi mamá, mi abuela y mis tías disponían todo para cundo los chiquillos, o sea nosotros, saliéramos del agua hambrientos como pirañas.  

Casi siempre llevábamos guisos hechos en la cocina de leña de mi abuela, quien desde las cuatro de la mañana preparaba la masa para las gorditas que después rellenaba de huevo rojo, huevo verde, chicharrón y carne deshebrada.  

Aunque solo eran unas horas las que pasábamos en San Tiburcio, era suficiente para cargar de anécdotas y recuerdos la vida.

Al caer la tarde, cuando comenzaba a bajar el sol, recogíamos todo como gitanos en fuga y seguíamos el camino hacia el lugar elegido para vacacionar.

Hace unos 35 años que no voy a San Tiburcio y no sé si haya cambiado algo, supongo que sí, pero mis recuerdos de cada visita siguen intactos. La playa de San Tiburcio me acompañará toda la vida.

 

POSDATA

La vida es tan impredecible que es difícil adivinar cuándo terminará. Por eso vive cada día como si fuera el último, solo así no dejarás nada pendiente para cuando te tengas que ir…

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