mayo 3, 2025
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Mauricio Zapata

La Serafina

mayo 2, 2025 | 177 vistas

El año era 1993. El país se acomodaba a los Nuevos Pesos, los jeans rotos eran moda involuntaria, y la vida parecía una carretera sin señales.

Tenía poco dinero, pero muchas ganas de sentir el viento de frente y el corazón latiendo al ritmo de un motor.

Con tres mil, 500 nuevos pesos, que no eran poca cosa, me compré una moto campo traviesa 250.

Era más deseo que necesidad, más impulso que lógica.

No era la más bonita, ni la más nueva, pero sí era mía.

Mi primo Eugenio, y yo la llamamos «Serafina»… La Serafina.

Y hubo una comunión muy fuerte con mi primo, que además es uno de mis grandes amigos de la infancia, la juventud y la vida.

La Serafina era un caballo mecánico que olía a gasolina y promesas.

 Arrancaba con un rugido áspero, como si despertara de mala gana, pero bastaba salir a camino para que se transformara en compañera fiel.

A veces tardábamos hasta media hora en arrancarla. 

La primera vez que la monté, supe que no se trataba sólo de transporte. Era otra cosa. Un escape, un símbolo de autonomía, una forma de gritarle al mundo que yo también tenía dirección, aunque fuera rumbo a ninguna parte.

 Atravesé calles sin pavimento, brechas de terracería, charcos, polvo y lodo.

Me creía invencible, como si en dos ruedas cabiera toda la libertad que no sabía cómo nombrar.

Apenas tenían18 años de edad.

Pero La Serafina duró sólo unos meses.

Lo que empezó como romance se fue tornando en rutina.

El motor, que al principio sonaba a himno de juventud, empezó a cansarme.

Cada bache dolía más en la espalda, cada lluvia era una traición.

Aunado a esa mala experiencia de arrancarla.

Me di cuenta de que no me gustaban tanto las motos. O quizás me gustaban, pero no para siempre. No soy un hombre de caminos estrechos.

La vendí. No por falta de cariño, sino por exceso de realismo. Y con lo que saqué, más unos pesos ahorrados, me compré un Vocho 68. Más lento, sí. Menos rebelde, también. Pero con techo. Y con un asiento donde cabían dos almas sin necesidad de casco.

Hoy, cuando escucho el eco lejano de una moto como aquella, no siento nostalgia, sino una sonrisa.

Fue una buena experiencia, como casi todo lo que dura poco.

No hizo falta que durara más para que me dejara algo.

Me enseñó que los impulsos son importantes, que a veces hay que seguirlos aunque no sean eternos. 

Que las cosas tienen su momento y que uno también cambia de carril sin necesidad de pedir permiso.

Quizá por eso, cuando pienso en esa vieja moto, no me invade el arrepentimiento, sino el agradecimiento. Porque fue mía, porque la viví, porque me enseñó que hay caminos que sólo se recorren una vez… y que está bien que así sea.

EN CINCO PALABRAS: La memoria es más selectiva.

PUNTO FINAL: «No hay peor recuerdo que el que se olvida: Cirilo Stofenmacher.

X: @Mauri_Zapata

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