Soy oriunda de Ciudad Victoria, Tamamaulipas, donde he vivido siempre. El rostro de la ciudad, va cambiando conforme pasa el tiempo y nos acostumbramos a ello. Nuevos edificios, calles más anchas, colonias nuevas, etc. Transitamos y vivimos enfrascados en la cotidianidad que no nos damos cuenta cómo se van escondiendo en el viejo baúl del ayer vivencias, hechos de otros tiempos hasta que, en algún momento, surge un detonador que nos vuelve a de la niñez. Es algo inconsciente, pero suele hacernos revivir incidentes, y de pronto, nos damos cuenta que la ciudad ya no es la misma, pero hay espacios donde el tiempo a transcurrido sin hacer grandes cambios. Esta reflexión, surge porque ayer, circulando por La Alameda, un paseo tradicional de nuestra capital, están de pie gran cantidad de inmuebles llenos de recuerdos y anécdotas.
En 17, así llamamos también a La Alameda, en la esquina suroeste donde cruza con Matamoros, tenía su consultorio el Dr. Wilfrido Barroso, un galeno amable, acertado, humanitario y muy querido en la ciudad. Salvo el cambio de color, el local donde tenía su consultorio está igual; la esquina ochavada y la puerta de madera con cristal que daba acceso a la espera y su consultorio. Hoy la puerta ha cambiado, el color del edificio, también, pero sigue la misma estructura. Mientras esperaba en el semáforo la luz verde, mi memoria retrocedió, hasta una vivencia que aquí les relato:
En mi casa paterna ubicada en Carrera Torres 8 y 9, #901, mi madre tenía en un corredor adjunto a la casa, donde había un tendedero de ropa. Yo disfrutaba columpiándome en él y mi madre me recriminaba porque era muy frágil y no resistiría mi peso, pero mi terquedad de niña que no medía el peligro, insistía en balancearme cuando no me veían, hasta que un buen día, pasó lo que era inevitable, el cordón se rompió, y mi frente azotó con la pared, lo malo era que una pequeña alcayata se topó con mi cabeza y empecé a sangrar profusamente.
No lloré, estaba asustada, pero sabía que tuve la culpa, la primera que me vio fue mi abuela materna, Fela, y gritó, tenía una voz muy estridente.
—¡La niña se sacó un ojo!
Yo llevaba un vestido hecho por mi madre, lo recuerdo bien; era una falda circular de tira de encaje bolillo alternado con tela rosa y la blusa, haciendo juego con la misma combinación, y estaba manchado de sangre.
Yo, sabedora de que hice mal, sólo me quitaba la con mi mano la sangre de la frente, que corría hasta el ojo derecho, y decía:
-No pasa nada, no me duele.
En ese entonces tenía menos de seis años…
Mi madre, alarmada con el grito de mi abuela, corrió a verme y, aunque era muy aparatosa la herida, comprendió que no era tan grave y mi ojo estaba bien, el corte estaba arriba de la ceja derecha.
Sin pensarlo mucho, cargaron conmigo y fuimos a parar al consultorio del doctor Barroso que estaba cerrado, pero vivía en el mismo edificio.
Cuando por fin se asomó a la ventana, al escuchar que lo llamaban, y ver de lo que se trataba, de inmediato nos abrió y fui atendida del percance.
Era un hombre de baja estatura, moreno, de voz fuerte, ojos grandes y observadores y siempre sonriente, minimizaba cualquier problema diciendo su frase favorita: “Eso no es nada, hija, ahorita se te pasa”. Inspiraba confianza porque era muy acertado en sus diagnósticos, sin recurrir a análisis clínicos. Eran otros tiempos.
Recuerdo que me puso algo que me adormeció la piel y colocó dos grapas, no sé de qué en la herida y me regaló una paleta de dulce, porque no lloré. Asumía la culpa porque desobedecí las órdenes de mi mamá…
Todo se resolvió sin más incidentes, y, a la fecha, aún tengo en la frente el recordatorio de aquel día.
También vino a mi mente, una medicina para las enfermedades de la garganta se llamaba “Auriomicina chocolatada”, que yo odiaba, la disolvían en agua, sabía horrible porque sobre el chocolate, destacaba lo amargo del antibiótico. Por mucho tiempo, dejé de tomar chocolate porque me recordaba el sabor de aquella horrenda medicina. ¡Eso sí! Muy efectiva.
El edificio de su consultorio, sigue en pie, así como tantos que se encuentran en la Alameda, llenos de historias y fantasmas de otros tiempos.
El paso de los años, llena la mente y el corazón de recuerdos, enseñanzas, experiencias, añoranzas de tiempos idos que dejan un agridulce y nostálgico perfume que acompaña a la memoria.
Hoy, la vida transcurre más de prisa, y nos damos cuenta que tenemos muchas primaveras acumuladas que, a veces, nos hacen ver con ojos distintos edificios, casas, rincones de nuestro terruño, que el tiempo no ha modificado del todo y nos hace revivir otros tiempos.
Es bueno vivir el “hoy” porque tenemos el privilegio, negado a muchas personas, de conocer dos siglos y dos milenios distintos, sin envejecer, debemos valorarlo. Vivir el presente y planear el futuro integrándonos al tiempo que estamos viviendo. Rechazo ese pensamiento equivocado de que “tiempos pasados fueron mejores”, ¡Mentira! Lo mejor está por venir, jamás debemos perder la capacidad de asombro y de aprendizaje para seguir creciendo mientras haya manera, pero, de vez en cuando, hay qué abrir el baúl de los recuerdos y solazarnos, somos sobrevivientes de mil batallas y seremos fuertes para las que vengan.
¡Viva la vida! El libro de la historia, aún nos espera para dejar nuestra huella impresa.