Martín Aguilar Cantú
Lenguaje nuevo, alma nueva.
Es claro que los seres humanos empezaron a utilizar algún tipo de lengua oral para comunicarse entre sí mucho antes de la invención de algún tipo de alfabeto; el sumerio es para muchos el primero de todos. Si bien, en su creación misma, el lenguaje nos dotó de una habilidad sin igual en su tipo dentro del reino animal, porque, aunque hay evidencia científica de que otras especies se comunican también, lo hacen a partir de modelos de lenguaje menos sofisticados o estructurados, o, en su defecto, más complejos e incomprensibles aún para nosotros, y que no suponen la utilización de un aparato vocal, cuyas funciones, en su mayoría, son ajenas a su propósito original.
El lenguaje está presente para nosotros siempre: en nuestros deberes diarios, en nuestras interacciones y mucho, quizá mucho más, en nuestros recuerdos. Y es desde ahí de donde quisiera partir para el tema de esta modesta reflexión.
Hay una frase que se atribuye, entre otros, al poeta español Juan Ramón Jiménez, a un antiguo proverbio checoslovaco e incluso al emperador romano Carlomagno y que dice, palabras más, palabras menos, que adquirir un lenguaje nuevo es como tener un alma nueva, y que además da título a esta colaboración.
Cuando preguntaron a Agustín de Hipona sobre la naturaleza del alma humana, el filósofo y teólogo respondió: “A mi parecer es una sustancia dotada de razón destinada a regir el cuerpo” y lo dijo con simpleza quizá para destacar tres de sus cualidades: sustancia, razón y presencia en todas y cada una de las partes que nos conforman. Hay tratados anteriores a él que abordan el tema del alma, pero hoy me quedo con la concepción de este obispo, preocupado en su tiempo por la inmortalidad de la misma.
En definitiva, acceder al conocimiento de nuevas realidades y culturas, y a la cambiante y creciente configuración de nuestro mundo, llamémoslo globalizado, se potencian ante la posibilidad de hablar uno o varios idiomas, además del materno. Aunque la realidad nos demuestra que una simple tarea de traducción, en casi cualquier idioma, se puede realizar hoy de forma sencilla, aunque no del todo precisa, haciendo uso de los recursos tecnológicos, tal fenómeno pareciera acercarnos, aglutinarnos, de ahí mi consternación y mi total desazón. Cabe preguntar, estimado lector, si esto ocurre realmente así, hoy por hoy.
La crónica internacional dio cuenta el miércoles 18 de octubre del memorial o vigilia, cerca de Chicago, en honor a Wadea, un pequeño niño palestino-estadounidense de tan solo seis años, cruelmente aniquilado por su perturbado y extremista arrendador, con quien días antes jugaba, bromeaba y hasta repartía dulces. Propietario del segundo piso que habitaba la pequeña familia de inmigrantes procedentes de Cisjordania, repentinamente les solicitó, un par de días antes, que desocuparan su propiedad en medio de una discusión sin sentido sobre la familia, su origen étnico y el recién desatado conflicto entre Israel y Palestina. La vigilia, realizada en una cancha de basquetbol donde quizá Wadea solía jugar su deporte favorito, registró las palabras de un doliente padre y que fueron, para mí, reveladoras y hondamente desalentadoras. Al hacer el recuento de la vida de Wadea y el significado que tenía para Oday, su padre, quien habló, en árabe, en nombre de su esposa, convaleciente por las heridas que también recibió a manos del asesino de su hijo y que la mantenían hospitalizada e imposibilitada para velarlo, dijo que las únicas palabras que sabía en inglés las había aprendido de su hijo y que “ahora que Wadea ya no está, ¡no tiene sentido para mí volver a hablar inglés!”
Hace poco tiempo me acerqué por necesidad a un libro de ensayos y ejercicios de utilidad en el inglés para propósitos diplomáticos. Enseño inglés hace ya algunos años y debía tomar ideas y conceptos para trasmitir el vasto universo de la diplomacia que descansa en, precisamente, el intercambio de ideas, pero más importante aún, en la delicadeza del lenguaje para negociaciones de tipo diplomático. Quedé sorprendido por la cantidad de recursos que proveía el texto y que facilitan la mediación, las conversaciones relevantes y que impactan o revierten un posible conflicto diplomático.
Hoy es letra muerta para mí, al observar con tristeza, mientras resuenan en mi cabeza las palabras del padre de Wadea, la imposibilidad de diálogos y acuerdos que conduzcan a la brevedad, con urgencia, a la resolución de un conflicto internacional y un necesario y humanitario alto al fuego y que, a todas luces, ha tomado proporciones gigantescas en términos de víctimas letales. Les confieso que esta, mi primera colaboración aquí, estaba destinada a destacar las bondades de conocer otro idioma, sus ventajas a nivel físico y mental, que la ciencia ha divulgado en los últimos años, por citar algunos: retardar la aparición de enfermedades como el Alzheimer, el desarrollo de habilidades sociales y multitarea, entre muchos otros.
Hoy me queda solo reflexionar en el dolor profundo, sus consecuencias, su huella imborrable en el recuerdo de esos padres que son ejemplo de lo que la desinformación y la radicalidad de nuestras posturas pueden estar dejando de lado: que el lenguaje fue creado para nutrir el alma, para resolver los conflictos y las controversias, y que no debemos permitirnos guardar silencio ante la injusticia o cualquier tipo de fobia que nos lleve a la animadversión del otro, a denostar al otro, a considerarlo impuro, porque su cuerpo es habitado también por un alma.
Nada deseo más que el alma de Wadea alcance su plenitud. Por desgracia, nos deja una muy clara lección; el miedo y el odio terminarán con más y más vidas si dejamos de entender que el alma, en su forma más prístina, es el motor de la vida y el eje que nos comunica en este entramado de experiencias que llamamos humanidad