Rogelio Rodríguez Mendoza
Frente al embate gubernamental que ha desaparecido la mayoría de los organismos autónomos, la permanencia de las comisiones de derechos humanos debería considerarse una victoria para la democracia. Pero no lo es. Porque de nada sirve que existan en papel sí, en los hechos, no cumplen con la función que les da razón de ser: proteger a los ciudadanos del poder.
Lo hemos denunciado una y otra vez: las comisiones de derechos humanos en México son, en su mayoría, elefantes blancos. Su presencia no molesta al poder. Y si no lo incomodan, entonces no sirven. Son estructuras burocráticas creadas más para justificar ante los organismos internacionales que el país cumple con estándares mínimos, que para garantizar los derechos fundamentales de las personas.
Tamaulipas no es la excepción. Es, de hecho, un ejemplo de manual. La Comisión de Derechos Humanos del Estado de Tamaulipas (Codhet) es hoy poco más que una oficina de trámites. Un membrete. Una institución domesticada que ha perdido toda capacidad de indignación. La voz que debería alzarse frente a los abusos más graves, prefiere guardar silencio o hablar en susurros que no incomodan a nadie.
Lamentablemente, la presidencia de Tayde Garza Guerra tampoco ha estado a la altura de las expectativas. Su llegada a la Codhet generó esperanza, por su trayectoria en la defensa de los derechos fundamentales. Pero esa esperanza se ha ido diluyendo con el tiempo. La abogada experimentada que prometía firmeza y compromiso frente al poder, ha terminado cediendo a la inercia burocrática y la tibieza institucional.
¿Dónde está la Codhet cuando un policía detiene ilegalmente a un joven y lo golpea? ¿Dónde está cuando un hospital público niega atención médica por negligencia o burocracia? ¿Dónde está cuando una maestra humilla a un alumno o cuando un agente del Ministerio Público extorsiona a una víctima? Está, sí… pero no se nota. Porque no actúa con fuerza, ni con autonomía, ni con el compromiso que exige su mandato.
Las cifras lo confirman: mientras las quejas por abusos se cuentan por miles, las recomendaciones emitidas por la Comisión apenas alcanzan una docena al año. Y la mayoría son tan tibias que ni molestan al servidor público señalado, ni resarcen el daño cometido. En pocas palabras, los derechos humanos están convertidos en letra muerta.
Esa ineficacia no es casual. Es producto de una estructura diseñada para no molestar al poder. Porque mientras la Codhet dependa presupuestal, política y administrativamente del Gobierno estatal, no podrá ejercer su función con verdadera independencia. Es una institución sin dientes, sin voz y sin voluntad. Una especie de decorado institucional al servicio de la simulación.
Y lo más grave: esa omisión tiene consecuencias reales. La impunidad de los abusos alimenta el cinismo de quienes los cometen. Policías, funcionarios, maestros y personal de salud actúan muchas veces con soberbia y autoritarismo porque saben que no habrá consecuencias. Saben que no hay quien los vigile con rigor, ni quien los exhiba con fuerza.
Algún día —ojalá no muy lejano— nuestros gobernantes entenderán que tener una comisión de derechos humanos que señale, acuse y denuncie no debilita al poder: lo fortalece. Porque solo en un sistema que corrige sus errores, que admite sus excesos y que castiga los abusos, puede haber gobernabilidad auténtica.
Mientras tanto, seguiremos en lo mismo: con una Comisión que calla, con derechos que no se ejercen y con ciudadanos que, frente al atropello, sólo encuentran un muro de indiferencia.
ASÍ ANDAN LAS COSAS.