La última vez que lo vi, estaba sentado en la banqueta de su casa, maltrecho y con costras de sangre vieja en el rostro.
Su inseparable traje blanco lucía percudido y amarillento. Había perdido el glamour de los años idos.
Al pasar junto a él lo llamé por su nombre dos veces. No respondió, solo alzó un poco la vista; se me quedó mirando fijamente por un momento y volvió a bajar la mirada.
No era un viejo, pero se veía como un anciano en el ocaso de su vida, aunque aún tenía en sus ojos el encanto del azul turquesa del archipiélago en el sur del pacífico.
Era dueño y señor de la hermosa propiedad, pero hacía años que había decidido no volver, desde que su familia lo abandonó aquella tarde triste.
Desde aquel día no lo he vuelto a ver y mi corazón me dice que ahora está en un mejor lugar, lejos de la tristeza que lo embargaba.
Estoy seguro que ese día que lo vi fue para despedirse de mí y de sus recuerdos, después se fue a buscar el mejor lugar para descansar el alma, dicen que los gatos se esconden para que nadie los vea morir.
Luna, mi amigo felino, espero que estés bien donde quiera que te encuentres, yo sigo dejando croquetas y agua fresca en tu lugar por si acaso mi presentimiento no fuera cierto y vinieras por las noches a cenar y beber.
Posdata. Si acaso nos volvemos a ver en otro mundo, no olvides saludarme como siempre lo hacías al verme llegar a tu casa…