Cada mes, millones de mexicanos en Estados Unidos hacen un esfuerzo considerable para enviar dinero a sus familias. Este gesto es significativo: en 2024, las remesas alcanzaron un récord histórico de 64 mil 745 millones de dólares, según el Banco de México. Este flujo económico ha sido fundamental para sostener comunidades enteras, combatir la pobreza y en muchos casos, mitigar la falta de oportunidades en sus lugares de origen. Por lo tanto, cuando se anunció la reducción del impuesto a las remesas en Norteamérica, del cinco por ciento al 3.5, el gobierno mexicano lo celebró con entusiasmo. Sin embargo, surge una pregunta inevitable: ¿de verdad hay algo que festejar?
El impuesto, en el fondo, sigue existiendo y representa una carga injusta para los migrantes. Celebrar su reducción es como festejar que una multa injusta se ha reducido a la mitad: el castigo persiste y, por ende, la injusticia también. Es, en el mejor de los casos, un triunfo parcial; en el peor, una estratagema comunicacional para disimular la falta de resultados contundentes.
El “gran y hermoso proyecto de ley” —así bautizado por el presidente Donald Trump— no solo incluye el impuesto del 3.5 por ciento a las remesas, sino que también refleja una visión utilitaria y restrictiva del trabajo migrante: se aplaude su esfuerzo cuando beneficia al sistema económico estadounidense, pero se le castiga cuando decide apoyar a su país de origen. Gravar las remesas es, de facto, una forma de dañar la solidaridad familiar, y representa una doble tributación, ya que el dinero enviado ya fue sujeto a impuestos en Estados Unidos antes de ser transferido.
El gobierno mexicano, más allá de los discursos, debería estar construyendo una estrategia financiera soberana para proteger a sus migrantes. Es esencial contar con un sistema robusto que permita canalizar remesas con menores comisiones, así como mayor transparencia y seguridad. Esto implica, por ejemplo, ampliar el acceso a cuentas bancarias binacionales, fortalecer plataformas digitales públicas y fomentar la inversión comunitaria mediante incentivos fiscales.
Países como El Salvador han comenzado a explorar caminos alternativos. En 2021, su gobierno lanzó una billetera digital estatal, Chivo Wallet, con la intención de reducir los altos costos de envío de remesas desde Estados Unidos. A través de esta plataforma, se promovió el uso de criptomonedas —especialmente Bitcoin— como medio para eludir intermediarios y comisiones bancarias tradicionales. Aunque la adopción fue parcial y estuvo marcada por fallas técnicas y desconfianza ciudadana, el intento demostró algo importante: que sí es posible construir una infraestructura pública de envío de remesas, más rápida, transparente y accesible. México no necesita replicar este modelo exactamente, pero puede aprender de su lógica y visión soberana: desarrollar una plataforma digital propia, sin depender de actores extranjeros, y ofrecer servicios financieros binacionales que protejan y empoderen a los migrantes.
La reducción al impuesto a las remesas no es un logro real; es apenas una pausa simbólica en una política que castiga y estigmatiza al migrante. Mientras no se elimine por completo, el mensaje sigue siendo el mismo: que el esfuerzo de los migrantes vale menos que el capital que generan. México no puede seguir actuando como espectador agradecido: tiene la obligación de actuar como lo que dice ser, un país que protege a los suyos, estén donde estén. Defender las remesas no es solo un tema económico; es una cuestión de respeto al trabajo de nuestros paisanos migrantes.