Alicia Caballero Galindo.-
La tarde de verano descargaba sin piedad el agobiante calor seco que abrasa. Las cigarras entonaban su monótono canto haciendo más pesado el ambiente, las hojas de los árboles parecían estar dibujadas, sin moverse, el viento permanecía estático, como un pesado telón. Marisa, en su cama, desde donde veía por la ventana, el jardín reseco, sus ojos se apagaban a la vida, cada vez estaba más débil, sabía que pronto moriría, su cuerpo ya no podía más con ese mal que lo laceraba y consumía poco a poco. Escuchaba en la cocina el trajinar de su comadre Aurora, quien la acompañaba mientras su única hija llegara del trabajo. ¡Pobrecita! Pensaba la enferma, no puede dejar de trabajar para acompañarme, pues es el único sustento de la casa, no puede exponerse a que la despidan, ¡de qué viviríamos entonces! Marisa lamentaba que, a pesar de amarse entrañablemente, les faltaba tiempo para convivir y hablar con ella. ¡Siempre ocupada en sus cosas!
Antes de enfermarse, ella también trabajaba duro, su esposo murió cuando la niña tenía tres años y desde entonces, cosiendo ropa se ganaba la vida, la sostuvo para que estudiara una carrera y lo logró, Estefanía, así se llamaba su hija, tenía cuatro años de haberse graduado de Licenciada en Derecho, tenía un buen trabajo, por ese lado ella estaba satisfecha; sin embargo, sentía que era injusto que su vida fuera a terminar tan pronto, apenas cumpliría cincuenta años. ¡Qué corta se hace la vida! ella tenía ganas de vivir más, pero, al fin buena cristiana, aceptaba resignadamente la suerte que Dios le tenía reservada. ¡En fin! Por algo será. Su consuelo era tomar su viejo diario, el fiel confidente desde que su esposo murió, a pesar que no le faltaron pretendientes, pues enviudó joven, y cuando tenía la necesidad de hablar con alguien, canalizaba sus inquietudes escribiendo en su diario. Últimamente poco platicaba con Estefanía porque trabajaba hasta tarde, pero al llegar, lo primero que hacía era ir a su recámara y contarle las incidencias del día, llevándole siempre mensajes de aliento y mucho amor.
Esa tarde estaba melancólica, a pesar del aire acondicionado, Marisa empezó a sudar, la fiebre subía, ella presentía que su fin estaba cerca, lo único que lamentaba era dejar a su hija sola, aunque ya era una profesionista brillante y con buen trabajo. Estefanía, al abrazarla, le decía que era su mejor amiga. Cuando ella se fuera, su hija la iba a extrañar. Extendió su brazo para tomar la pluma y su diario, quería escribir algo y al hacerlo sintió un fuerte dolor en el pecho, en un esfuerzo final, tomó la pluma y alcanzó a escribir en su diario con mano temblorosa: “En este diario te dejo mi corazón, siempre estaré contigo; cuando estés triste, ¡LÉELO! encontrarás consuelo a tu soledad.”
La pluma resbaló de sus manos y suavemente el diario se cerró al exhalar su último suspiro.
A los pocos minutos llegó su hija dejó su bolso en la mesa, fue directo a la recámara de su madre encontrándola con sus ojos cerrados y la cara vuelta hacia la ventana y con el diario entre las manos. Estefanía sonrió creyéndola dormida, se acercó a quitárselo tiernamente de su mano y en ese momento se dio cuenta que ya no respiraba. Todo fue muy rápido, las exequias fúnebres, los abrazos de amigos y familiares, las flores, el cementerio, y después, ese vacío, la soledad y el silencio de su casa sin su madre. Los primeros días son los más duros, poco a poco se fue acostumbrando y con los cambios lógicos se adaptó a su soledad y sus recuerdos. Lo único que conservó de ella fue el diario que nunca leyó, una vez le dijo “el día que yo muera, podrás enterarte de mis secretos.”
Cierta tarde conoció a un joven de sonrisa amable y plática agradable con quien estableció una relación amistosa que se fue convirtiendo en amor, un amor que comenzó a llenar los tiempos vacíos de su vida, algo sublime y a la vez apasionado, una mezcla salvaje y etérea que llena los sentidos y el alma. Esta ilusión la hizo comprender la devoción que su madre guardó por su padre. Fue hasta entonces que se atrevió a tomar el diario y leerlo, ya había pasado más de un año de su muerte. Le sorprendió que al sacarlo de un cajón del closet estuviera tibio, como si alguien lo atesorara junto al cuerpo, era algo absurdo, se sentó frente a la ventana, en la recámara de su madre y pensó: “Esta vista fue lo último que vio mi madre,” la pieza permanecía con los mismos muebles. Acarició el diario como si estuviera acariciando las manos de ella, no pudo evitar que las lágrimas resbalaran por sus mejillas al recordarla. Siguiendo un impulso inexplicable, quiso leer sus últimas líneas, pues recordó que lo tenía entre sus manos al morir. Su corazón latió más de prisa al leer aquellas palabras escritas con rasgos temblorosos: “En este diario te dejo mi corazón, siempre estaré contigo, cuando estés triste, ¡léelo!, encontrarás consuelo a tu soledad.” Al comprobar que su madre murió pensando en ella, siguiendo un impulso desconocido, tomó la pluma de ella que estaba junto al diario, y escribió al final de los finos rasgos de Marisa ¿Qué voy a hacer sin ti, mamá? Después de escribir la pregunta que nació de su corazón se recostó en el sillón mirando como hipnotizada por la ventana y se quedó dormida con el diario entre las manos. Despertó sobresaltada, el diario cayó de sus manos y al levantarlo y ver la última hoja se quedó sorprendida, después de su pregunta, descubrió que en el diario, con la inconfundible caligrafía de su madre, estaba escrito “Siempre estaré contigo, busca tu felicidad, que Dios te bendiga. Se quedó sin habla. En ese momento tocaron a su puerta. Con paso tambaleante llegó a la entrada y al abrir la puerta se encontró con la franca y amorosa sonrisa de Emmanuel, su novio que le traía un ramo de rosas rojas, se lo entregó, la abrazó y murmuró al oído con dulzura ¿Te quieres casar conmigo?