diciembre 13, 2024
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Alfredo Arcos

Nadie me verá llorar

octubre 11, 2024 | 144 vistas

El manicomio de La Castañeda fue inaugurado en 1910, como uno más de los actos con los que el gobierno de Porfirio Díaz conmemoraba el centenario de la Independencia. Era una construcción de estilo afrancesado y fue el centro de atención a la salud mental más grande del país. Con el paso del tiempo su fama se deterioró por la denuncia de las condiciones deplorables del inmueble y el trato inhumano que recibían los pacientes. Finalmente, cerró sus puertas en 1968. La Castañeda es el telón de fondo de “Nadie me verá llorar”, de Cristina Rivera Garza.

Joaquín Buitrago y Modesta Burgos, los protagonistas de la novela, se conocen en el umbral del siglo XX cuando él realiza una serie de fotos a damas de la vida alegre y ella ejerce de Diablesa en una reputada Casa de Citas. Se pierden la pista unos años y se reencuentran hacia 1920 en La Castañeda, donde ella está ingresada como paciente y él es fotógrafo de locos.

Cristina Rivera Garza es la escritora tamaulipeca (Matamoros, 1964) con mayor proyección internacional, baste con mencionar que su último libro El invencible verano de Liliana le valió dos importantes reconocimientos; uno en México, el Xavier Villaurrutia, y el otro en los Estados Unidos, el Pulitzer en la categoría de memoria o autobiografía. Mencionar estos dos países es significativo en su caso pues son el espacio geográfico donde se ha desarrollado. En su formación como historiadora tuvo acceso al Archivo Histórico de la Secretaría de Salubridad y Asistencia en la ciudad de México. Esto le permitió la consulta de expedientes clínicos, documentos oficiales y personales de asilados de La Castañeda. Existió una Modesta Burgos, consta en esos papeles, pero el personaje de Nadie me verá llorar es producto de la imaginación de la novelista.

Quiero detenerme en un par de consideraciones sobre los protagonistas: Puedo explicarme el que Joaquín Buitrago sea un consumidor habitual de morfina; esto lo emparenta con artistas de aquel momento “envenenados por Baudelaire” (la cita es de Carlos Díaz Dufoo) como fue el caso de José Juan Tablada. Resulta menos claro el origen del temple de Modesta Burgos, su aversión a la queja. Por más reveses que la vida le diera se había prometido a sí misma que nadie la vería llorar: “Más que el dolor mismo, Modesta temía la compasión ajena. Desde tiempo antes y sin saber, había decidido vivir todas sus pérdidas a solas, sin la intromisión de nadie, a veces ni de sí misma”. Esto le da un aire de extrañeza, sobre todo cuando, de manera errónea, culturalmente se nos ha educado (“los hombres no lloran”) en que es un rasgo femenino la propensión al llanto.

El pasado 29 de septiembre asistí a la Feria Internacional del Libro Monterrey, a la presentación de la edición 2024 de Nadie me verá Llorar. La sala donde se presentó estaba abarrotada, no cabía un alfiler. La presentación, en buena hora, corrió a cargo de Gabriela Riveros. Por su parte, Rivera Garza destacó un par de novedades: A veinticinco años de su primera edición Modesta recupera su nombre (en la de 1999 por cuestiones legales se llamó Matilda) y los lectores la escritura manuscrita de esa interna de La Castañeda que tal vez, si fundimos ficción y realidad, vio volar hombres como pájaros.

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