Rogelio Rodríguez Mendoza
Tamaulipas sigue siendo una vergüenza nacional en materia penitenciaria. Por enésima ocasión, sus penales fueron reprobados por la Comisión Nacional de Derechos Humanos, (CNDH), a través de su diagnóstico penitenciario correspondiente al 2022.
Su calificación de 4.26 refleja el desastre que, durante muchos años, quizá 20 o 30, han padecido los reclusorios, pero también el desdén del gobierno estatal para cumplir con su responsabilidad de hacer funcional el último eslabón del sistema de justicia.
Lo peor de todo es que, no solamente reprobaron nuevamente los oficialmente llamados Centros de Ejecución de Sanciones (Cedes), sino que, su calificación fue bastante inferior al 5.49 que había logrado en 2021.
Los resultados del diagnóstico contradicen por completo el discurso del actual y los anteriores secretarios de Seguridad Pública, que han presumido a los reclusorios como ejemplo de funcionalidad.
La CNDH revela un amplio catálogo de deficiencias que padecen los seis Cedes tamaulipecos evaluados, que son los de Nuevo Laredo, Reynosa, Matamoros, Victoria, Altamira y Tula.
En ellos hay de todo: autogobiernos; cogobiernos; insuficiencia de personal de seguridad y custodia; y, lo más grave, hay presencia de actividad ilícita.
Además, tienen deficiencias graves en los servicios de salud. No hay prevención de derechos humanos y no existen programas para atender incidentes violentos.
En palabras llanas, el diagnóstico de la CNDH nos dice que los penales tamaulipecos son un mugrero.
Por supuesto que es un tema gravísimo por dónde se vea, por una simple y razón: los reclusorios son el último eslabón de la cadena del sistema de justicia, y lamentablemente ese eslabón está podrido.
¿Cuál es la finalidad de las cárceles? La respuesta es amplia: separar al convicto de la criminalidad. Proteger a la sociedad de los elementos peligrosos. Disuadir a quienes pretenden cometer actos contrarios a la ley, y, lo más importante: reeducar al detenido para su reinserción social.
Lamentablemente esa reinserción social del que delinquió es una quimera. Siempre lo ha sido porque, paradójicamente, es mucha más peligrosa una cárcel que el barrio más bravo de una ciudad. Es más fácil que lo maten o lo asalten a uno en una prisión que en la calle; comprar droga en un penal es como ir por un refresco a la tiendita de la esquina.
En esas circunstancias, literalmente se está tirando al cesto de la basura todo el sacrificio y riesgo al que se exponen, primero los operadores del sistema de procuración de justicia (peritos, policías y agentes del Ministerio Público), y después los encargados de impartir justicia, porque cuando un delincuente ingresa a un penal no lo hace para obtener las herramientas que le permitan, tras pagar su condena, reinsertarse socialmente. Por el contrario, termina más delincuente de cómo entró.
Es una pena que así sea, pero eso es lo que ha ocasionado el valemadrismo oficial, de gobiernos que le siguen regateando presupuesto al sistema carcelario, sin importarles que con ello estén contribuyendo a agravar el fenómeno delincuencial.
Paradójicamente, el gobierno se gasta cada año miles de millones de pesos en combatir la delincuencia. ¿Para qué?
EL RESTO.
Bastante feliz debe estar el magistrado del Supremo Tribunal de Justicia del Estado, Javier Castro Ormaechea, después de ver cómo traen los diputados a su sucesor, Raúl Ramírez Castañeda, en la fiscalía anticorrupción.
Y es que, si alguien fue el brazo vengador del exgobernador, Francisco García Cabeza de Vaca, fue precisamente Castro Ormaechea.
Fue él quien encarceló al exmandatario priista, Eugenio Hernández Flores, y fue también quien “armó” decenas de expedientes para amagar o mantener a raya a los morenistas enemigos del panista.
A cambio, fue premiado con una magistratura. Desde ahí, respira tranquilo porque se sabe impune y blindado por su fuero constitucional.
ASÍ ANDAN LAS COSAS.