María José Zorrilla.-
Me invitaron el pasado viernes a presentar en la Biblioteca Los
Mangos el último libro del cronista de Puerto Vallarta Juan Manuel Gómez
Encarnación. Instantáneas Vallartenses es una pequeña edición de bolsillo
publicada por la Secretaría de Cultura del Estado de Jalisco y toca tres
temas, el carnaval, el cinematógrafo y la evolución de Ixtapa -Jalisco- la
población de donde son originarios los famosos Gómez y forma parte del
municipio de Puerto Vallarta. Con un estilo muy propio el cronista combina
con maestría la crónica con la investigación y las vivencias personales.
Hace una verdadera transición literaria de terciopelo entre uno y otro pasaje.
Al leer la historia de cómo aparece el cine en Puerto Vallarte en 1919 y
todas las peripecias para llevar películas en los patios traseros de las casas,
el recorrido de algunos valientes por llevar cine a las rancherías montando
el equipo en un camión de redilas, las primeras travesuras y acercamientos
con los novios en lo oscurito del cine y todo el transcurrir del siglo XX en el
tema de los cines, recordé también mis propias experiencias en mi infancia
en Ciudad Victoria. Imposible no asociar estas vivencias con la afamada
película de 1988 Cinema Paradiso de Giuseppe Tornatore, ganadora del
Oscar a la mejor cinta extranjera. En Puerto Vallarta según cuenta el
cronista, las tertulias cinematográficas eran todo un acontecimiento socio
demográfico. En el Cine Colonial la gente llegó a llevar anafres para cocinar
dentro de la “improvisada sala” y disfrutar de la película comiendo deliciosos
antojitos. Ay del momento en que al proyeccionista se le atorara la película
porque no cesaban los gritos y vituperios contra el pobre “cácaro” como le
decíamos en mi tierra. Salen a relucir los momentos de la censura, que
como en la Italia de la post-guerra donde el padre del pueblo siciliano donde
se desarrolla la película de Tornatore tenía que intervenir y hacer cortar las
partes obscenas de las películas, también en Vallarta y en todo el país la
censura ejercida era bárbara. En Vallarta el afamado Padre Parra era el
líder moral, espiritual y el personaje más influyente de la comarca. Era un
hombre recio y de gran personalidad que logró construir un templo en Ixtapa
y otro en Vallarta hasta a regañadientes y dictaba dónde debería hacerse un
corte para omitir una escena. Además de la que ejercía Gobernación, en
Ciudad Victoria no sé quién haya intervenido en la censura, pero eran
notorios los cortes salvajes cuando se brincaba una escena de otra. No
obstante, en nuestra adolescencia eso no importaba tanto. Era el evento del
domingo. Ir con las amigas, comer palomitas, esquimales o tortugas, ver
quien más iba, o era el momento de hacer los primeros escarceos con los
noviecitos para lograr uno que otro avance. Una manita sobada, un temblor
irresistible, un beso inusitado. También nos llegó a tocar de vecinos gente
que se pasaba de la raya en algo más que avances con movimientos casi
circenses. En el anecdotario de Juan Manuel, la historia del chicle es
verdaderamente un prodigio. Sale corriendo de la sala cuando la jovencita
en un primer beso pierde control y termina por pasarle el chicle al
asustadizo adolescente ahora convertido en reconocido escritor y cronista.
En mi natal Ciudad Victoria, los cines que recuerdo de mi época eran el
Avenida, Juárez y Alameda. El más moderno era el Avenida y al que con
más frecuencia asistíamos para las funciones de dos películas por cinco
pesos y con el mejor aire acondicionado. En ocasiones íbamos el viejo
Teatro Juárez ya medio decadente. Jamás al Alameda, todavía al estilo
pueblerino, al aire libre, con películas sin censura e igual exhibían Dos Años
de Vacaciones o Marcelino Pan y Vino como en el cine de Vallarta que la
gente no quería salir de la función y quedarse para volver a verla o películas
XXX como “El esqueleto de María Moralales”. El Alameda era el cine más
barato, las funciones eran totalmente nocturnas, y se decía que tenías que
llevar escoba para matar lo que pasara por allí. En una situación bien
extraña, el patio de la casa de mis amigos los Hernández Montemayor lo
habían reducido para rentarlo al empresario que abrió el Alameda. La
condición era que desde la casa se pudiera ver el cine sentados en la
comodidad de la terraza de atrás. Durante las vacaciones o fines de
semana cuando mis papás y los Hernández se iban a caminar por las
noches y nos dejaban allí, nos prohibían ver las películas y se sentían
seguros porque había una cortina que dividía al cine que se encontraba a
un nivel más abajo. Hacíamos caso omiso por supuesto y mientras la
muchacha de la casa cuidaba a los más pequeños nosotros nos íbamos ya
en pijamas a ver el cine prohibido. Nunca supimos nada sobre el
proyeccionista que estaba casi a nuestro alcance, pero los recuerdos del
cine en esos veranos y esas funciones maratónicas son para nunca olvidar.
El cine en esos años era mucho más que una simple historia, era la máxima
diversión de chicos y grandes. Era parte de la vida de las personas y de los
pueblos.