Catón.-
Picio, lo digo sin ánimo de molestar, era muy feo.
Antiguamente la mujer que casaba con novio nada
guapo decía para justificarse: “El hombre y el oso
mientras más feo más hermoso”. Pero Picio era más
feo que el pecado. Que el pecado feo, aclaro,
porque hay unos muy bonitos que con gusto volvería
yo a cometer si la virtud me lo permitiera. (La palabra
latina virtus significa virtud, pero quiere decir
también, fuerza, energía). El caso es que el
desdichado Picio se prendó con locura de Liriola,
hermosa chica. Tan vehemente fue su amor que le
propuso matrimonio. En la actualidad muchas
parejas rehúyen el casorio. Tal parece que temen
asumir un compromiso duradero. Tampoco quieren
traer hijos al mundo: ahora tienen “perrijos” y
“gatijos”, pero no hijos hijos, si me es permitida la
reiteración. Cosa de los tiempos. Liriola rechazó a
Picio, terminante. Le dijo: “No me casaría contigo ni
aunque fueras el último hombre sobre la Tierra”.
Arriesgó, ilusionado, el pobre Picio: “¿Y si fuera el
penúltimo?”… Difícil es creer lo que le sucedió a don
Pioquinto Sexto, maestro de latín. Estaba
enseñando a sus alumnos la primera declinación de
esa lengua muerta, la más viva de todas. El maduro
catedrático llevaba en un bolsillo de su chaleco un
frasquito con un centilitro de las miríficas aguas de
Saltillo, cuya virtud potenciadora es conocida en el
planeta. Pues bien: por accidente se abrió el pomo, y
al escribir el maestro “rosa-rosae” cayó en el
pizarrón una gota de esas taumatúrgicas linfas. Al
punto la declinación se irguió en modo que dejó
asombrados tanto al profesor como a sus
estudiantes. Desde ese día don Pioquinto ya no ha
tenido declinaciones… Sé de otro interesante caso.
Un turista viajó con su esposa a cierto país del
Cercano Oriente. (“Ni tan cercano -le comentó,
mohíno, el señor a su mujer-. Mira lo que costaron
los pasajes del avión”). Les ocurrió ir a un bazar, y
un mercader los invitó a pasar a su tendajo. Ahí el
viajero vio unas babuchas que le gustaron. Pensó
que en casa las podría usar a modo de pantuflas. Le
preguntó el precio al comerciante, y éste se lo
informó: mil euros. “¿Por qué tan caras?” -se
asombró el cliente. Bajó la voz el de la tienda y le
habló casi al oído: “Estas babuchas, sahib, son
eróticas, afrodisíacas, lúbricas. Quien las calce
experimentará un súbito impulso de libídine tan
poderoso que será capaz de fatigar a una docena de
huríes y a otras tantas odaliscas sin sentir él ningún
cansancio”. El turista, incrédulo, le comunicó a su
esposa lo que el hombre le había dicho acerca de
las babuchas. “Cómpralas -le dijo la señora-.
Recuerda lo que dice el dicho: ‘Un perdido a todas
va’”. No muy convencido el viajero le propuso al
vendedor: “¿Puedo probarlas?”. “Pruébelas -lo
autorizó él-. Al fin y al cabo aquí está su mujer”.
Dicho y hecho. El viajero se calzó el par de
babuchas. Apenas se las hubo puesto cuando quedó
poseído por un deseo carnal incontenible. Una
mirada de lujuria apareció en sus ojos, y empezó a
acezar, jadeante, como encendido semental. Lo que
en seguida hizo no es para relatarse. Si lo narro es
sólo por apego a la verdad, y para no dejar la
historia sin final. (Hace dos siglos Schubert dejó una
sinfonía sin terminar, y es fecha que aún se lo
reclaman. “La Inconclusa”, le repiten siempre). ¿Qué
hizo el turista luego de ponerse las babuchas? En
lugar de ir hacia su esposa se precipitó sobre al
asustado mercader, lo derribó sobre una alfombra
persa y lleno de ignívoma pasión empezó a
despojarlo de sus ropas. “¡Deténgase, sahib! -le gritó
con desesperación el tipo-. ¡Se puso las babuchas al
revés!”. FIN.
MANGANITAS
Por AFA.
“AMLO se queja de que lo quieren callar, y asegura
que se pondrá una cinta en la boca.”
Oigo las palabras ésas
-declaración singular-
y me digo sin dudar:
“Promesas, puras promesas”.