Catón
A mis cuatro lectores les he dicho siempre: «Si no conoces Parras te acompaño en tu sentimiento». Parras de la Fuente es uno de los más bellos sitios de mi natal Coahuila. Tierra de promisión, ahí se plantaron las primeras viñas y se sacó el primer vino en toda América. Ahora se producen de calidad suprema, premiados en Europa y prestigiadores del arte vinicultor de México. En Parras acontecen sucesos peregrinos que se narran deleitosamente en las conversaciones de sobremesa, esas donosas charlas que anteceden a las renombradas siestas parreñas, de fama universal, siestas de tan grande longura que obligan a cerrar puertas y ventanas, sacar al gato y ponerse la pijama. Sucedió en Parras que un señor se murió. Su mujer -no habían tenido hijos- hizo el velorio en la sala de la casa, según se usaba entonces. Acudieron los dolientes a dar el pésame a la viuda, y ella los recibió con la pena de rigor, si bien no tan rigurosa. A eso de las 11 de la noche la señora cumplió el obligado rito de «atacarse», es decir de dejarse caer en brazos de vecinas y comadres presa de un súbito soponcio, telele o patatús causado por el dolor de la sensible pérdida. Despachado ese trámite los asistentes al velorio empezaron a despedirse, sobre todo habida cuenta de que el café «con tripas» (o sea con añadidura de aguardiente) se había acabado yo. Cuando se fue el último de los presentes la viuda consideró que no faltaría al respeto de la ocasión, ni a las buenas maneras con el finadito, si se iba a su recámara, no a dormirse, Dios guarde la hora, sino tan sólo a recostarse un poco. Emparejó la puerta de la calle -no la cerró del todo, por aquello del qué dirán- y se acostó en su cama cubriéndose sólo con la sábana a fin de protegerse del relente de la noche. Se quedó dormida, claro, y no escuchó por tanto cuando se abrió la puerta y entró un borrachín que acertó a pasar por ahí, y que al ver por la ventana que había muerto tendido entró con la esperanza del café con piquete. No vio a nadie el beodo ahí en la sala, de modo que encaminó sus pasos al interior de la casa. Pensaba que la gente se hallaría en la cocina, y que ahí encontraría la anhelada refacción. Pasó por la recámara, pues las casas parreñas tienen los cuartos «ajilados», y vio en el lecho a la dormida viuda. Sería que presintió el calorcillo de la cama, sería que lo atrajo el profuso y redondeado nalgatorio de la mujer, el caso es que pudo más en el ebrio el deseo de aquella tibieza inesperada que el del chínguere que había ido a buscar. Se metió, pues, en la cama, y arrimó la parte frontera de su cuerpo a la trasera de la mujer dormida. Sintió la viuda aquello -sintió aquello la viuda- y entredormida dijo con tono de impaciencia al tiempo que se ponía de espaldas en la cama, según hacía en vida del difunto para cumplir el débito matrimonial: «¡Ay, Jesús! ¡Tú ni muerto me dejas descansar!»… La Revolución Mexicana que recientemente ya casi no celebramos buscó ideales de libertad y de justicia. La libertad no se consiguió: la dictadura de un hombre se volvió dictadura de un partido. La justicia tampoco se logró: los dogmas del socialismo en boga que se plasmaron en la Constitución dieron lugar al empobrecimiento de los campesinos y a la sujeción de los obreros a sindicatos corruptos llenos de lacras y de vicios. En todo el mundo han muerto ya esos dogmas. En México, sin embargo, amenazan revivir en la forma del populismo demagógico que tiene ya en la ruina a algunos países latinoamericanos. Como en el cuento parrense, esos dogmas ni muertos nos dejan descansar… FIN.
MANGANITAS
Por AFA.
«… Un policía de la Ciudad de México era asaltante…».
Me extraña sobremanera
la noticia susodicha,
porque -la verdad sea dicha-
lo raro es que no lo fuera.