No caigo en culpa de falsedad si digo que me ha dolido mucho la tragedia de Acapulco. Es sincera la pena que siento al ver las imágenes de su desolación, que me han acuciado todos estos días. Guardo recuerdos entrañables de ese hermoso sitio, y llevo grabada en la memoria la vez primera que lo vi. Permítanme mis cuatro lectores evocar ese pasaje de mi vida, tan pasajera, y compartir con ellos aquel momento inolvidable. Por los 20 años andaría yo. Estudiante de la UNAM, me dio por viajar de aventón los fines de semana. «Autostop», define castizamente la Academia. Acomodé mi horario de clases de lunes a jueves, así que desde el viernes me iba a la ventura a la aventura, y regresaba los domingos. Conocí de ese modo ciudades encantadas: Puebla, Tlaxcala, Morelia, Toluca, Taxco, Querétaro, Pachuca, Cuernavaca, Veracruz. Me faltaba Acapulco. Esa vez salí a la carretera desde el jueves en la tarde. Se hizo noche sin que me levantara nadie. Un policía de Caminos me preguntó a dónde iba. Se le dije, y le mostré mi credencial de estudiante. Detuvo a un camión cargado de maíz a granel e interrogó al chofer. «Voy a Acapulco, jefe». «Llévate a este muchacho». «Está bien, pero tendrá que irse arriba de la carga. Conmigo van mis ayudantes». Trepé por las redilas y me acomodé en el mullido colchón de maíz. No tardé en dormirme. Desperté cuando sentí que el camión paraba. «Aquí estaré un rato, joven -me dijo el conductor-, porque voy al velorio de un amigo. Si quiere acompañarme venga; si no, siga su camino». Pensé que a esa hora ya nadie pasaría por la carretera, y fui con él. En una choza de adobe y palma estaba el muerto, enredado en un petate sobre el suelo de tierra. Sentados en el piso, recargados en la pared, se hallaban los dolientes, hombres todos. Afuera se oía el rezo monótono de las mujeres. Entre los que velaban al difunto circulaba una garrafa. Todos bebían de ella. Cuando me llegó el turno la pasé al chofer, que estaba a mi lado. «Tómele, joven -me indicó en voz baja-, porque si no se ofenderán». Bebí lumbre. No sé qué licor sería ése, que abrasaba. Y abrazaba, pues en tres o cuatro vueltas que la garrafa dio me sentí hermanado con los bebedores y me llené de pesar por el difunto. Dije unas palabras de condolencia, y todos asintieron con la cabeza en señal de aprobación. Quizá el chofer temió lo que después pudiera yo hacer, porque de súbito me dijo: «Ya vámonos». Salí, despedido con respeto por los asistentes, que me ayudaron a subir a mi cama de maíz. Apenas echó a andar el camión, el licor y el cansancio me pusieron a dormir. De pronto, como si hubieran pasado unos instantes, oí voz del conductor: «Ya llegamos». Me enderecé. Y entonces fue el milagro. Allá abajo, iluminada por las primeras luces del amanecer, estaba la bellísima bahía que dijo Garibay. Muchas visiones mágicas me ha sido dable contemplar a lo largo y lo ancho de mi vida; pocas tan maravillosas como aquélla en que por primera vez miré a Acapulco desde lo alto de la cuesta. Ahora recuerdo ese prodigio, y el recordarlo duele. Siento en el alma los daños sufridos por el Hotel Princess, donde tantas veces tuve la fortuna de ser alojado cuando iba al Puerto a perorar. Me veo aún caminando por el corredor abierto que llevaba del majestuoso lobby a los salones de conferencias, y miro el jardín, con su caída de agua y sus flamencos posando displicentes para la cámara de los turistas. Renacerá ese precioso hotel, estoy seguro, igual que resurgirá Acapulco para ser de nuevo la joya de México, aquella rutilante joya que miré extasiado cuando despuntaba la mañana, cuando mi vida despuntaba. FIN.
MANGANITAS
Por AFA.
«. AMLO ofrece ayuda a Acapulco.».
Dice un crítico severo
cuyo nombre se me va:
«¿Y cómo lo ayudará,
si ya se voló el dinero?».