Por Libertad García Cabriales.-
Sólo le pido a Dios que el dolor no me sea indiferente. Que la reseca
muerte no me encuentre, vacío y solo sin haber hecho lo suficiente: León
Gieco
Nadie está exento. A todos sin distingo nos puede pasar. Ni el dinero,
ni la edad, ni el poder, ni el carisma, ni siquiera el optimismo; nada nos libra
de padecer un percance inesperado. Un tema siempre complejo,
incomprensible. ¿Por qué una persona muere en camino al recibir justo en
la frente un tornillo disparado de un camión delante de su auto? Nunca he
podido olvidar ese caso en la carretera a Tampico hace unos años. Ya le
tocaba, suele decir la gente. Nadie se escapa de la raya. Ni hablar. Sólo
Dios conoce nuestro día y hora; lo sé. Pero siempre es muy impresionante
cuando la causa es un accidente, una embestida, un fenómeno natural, un
evento totalmente inesperado.
El pasado primero de octubre ocurrió algo dolorosamente inesperado
en nuestro Tamaulipas. Pasado el mediodía, el derrumbe de una iglesia en
Ciudad Madero, cimbró a todo el estado. Más allá de las causas
estructurales, que por supuesto se deben investigar; están las pérdidas
humanas, las extremadamente dolorosas muertes de 12 personas. Y cada
uno representaba una vida valiosa, un futuro cancelado. Cada vida cuenta.
Cada uno de los seres humanos ahí sepultados era una promesa. E
imagino y me pregunto qué pensaban, cuáles eran sus quehaceres, sus
proyectos, sus amores, sus sueños. Seguramente llegaron ilusionados a la
ceremonia de bautizo, probablemente también se habían preparado y
vestido con esmero, habían planeado todos los detalles con tiempo. Pero
algo nunca imaginado cegó sus valiosas vidas.
Me duele el alma escribirlo. Más porque entre los fallecidos había
niños que emprendieron el último viaje casi sin vivir. Igualmente,
consternada al enterarme que una de las familias con pérdidas era la de un
amigo promotor cultural. Y también una familia de médicos de nuestra
ciudad. Pero escribo esto porque ninguno de quienes estaban ahí eran sólo
números como solemos considerarlos cuando hablamos de grandes
tragedias. Eran seres humanos como nosotros, familias como las nuestras.
Y nada volverá a ser igual. Pues hasta quienes sobrevivieron quedarán por
siempre tocados por la tragedia, necesitados de constante apoyo espiritual y
profesional.
Nadie acude a una iglesia pensando que se derrumbará. A ningún
lado. No saldríamos nunca de nuestra casa si tuviéramos ese miedo
extremo. Cada mañana salimos del hogar confiados en regresar. Pero no
todos vuelven. Incluso en la misma casa puede suceder. Accidentes,
violencia, enfermedades, fenómenos naturales. El terrible terremoto en
Afganistán cuenta ya más de 2800 difuntos. Otra vez los números. Pero no
podemos olvidar: también eran vidas. Y, por si fuera poco, la peor noticia del
momento: la brutal guerra desatada otra vez en Israel, una ofensiva de
terribles y fatales consecuencias. No se pueden leer las noticias de los
ataques y las pérdidas humanas sin sentir un hoyo en el estómago. Aun
estando lejos, duele mucho cada fallecimiento porque como bien dice la
poesía, la muerte de cada persona nos disminuye por ser parte de la
humanidad, las campanas doblan por todos. En ese contexto, nos tocó
además la angustia de saber que a personas queridísimas les tocó estar en
Tierra Santa en horas aciagas, de terrible incertidumbre. Por fortuna están
bien, viven para contarla.
La guerra existe, el mal campea a nuestro derredor, el peligro nos
acecha siempre A todos nos toca o tocará alguna vez un momento decisivo.
Tal vez porque como decía Séneca, el azar tiene mucho poder sobre
nosotros o quizá gana Einstein cuando dice que el azar no existe, pues Dios
no juega a los dados. Vaya dilema. Lo único cierto: todos somos vulnerables
a todo. Nadie se salva. Ni rey ni esclavo. Reflexionar en ello es necesario,
pensar qué hemos hecho de nuestra vida, cuál actitud tomaríamos ante la
amenaza de perderla. Y qué la reseca muerte no me encuentre sin haber
hecho lo suficiente. En fin. “Memento mori”, decían los sabios antiguos:
recuerda que morirás. Suena fatalista, pero es la mayor certeza. Y eso nos
permite gozar el momento, la vida, la única.
Y por sobre todas las cosas, ser solidarios, empáticos, compasivos
ante tanto dolor, tantas víctimas, aquí, allá y acullá. La ciencia lo ha
comprobado, quien es capaz de dar, vive más y mejor. No sabemos cuándo
ni cómo llegará nuestro último viaje. Mientras tanto vivir, aceptar el desafío
de levantarnos cada día agradeciendo ser y estar. Y construir paz con
nuestras acciones. Bien lo dijo Lennon: la paz no se desea, se crea. Y es
con amor, no con indiferencia. No hay guerra donde hay amor, dice la
canción. Ay. Ojalá.