Alicia Caballero Galindo
El sol, ocultándose tras espesas nubes, envolvió al paisaje en la brumosa penumbra de un anochecer de verano. Los viejos murmuran en voz baja, sentados en sus sillones, sobre las que, el tramonto, es la hora en que las almas salen del purgatorio, para arrastrar sus penas por el mundo. Lo cierto es que un extraño velo de matices encendidos de sol, que se niega irse, mezclados con las sombras de la noche, que poco a poco abrazan el ambiente. Las últimas aves diurnas cruzan el cielo como veloces flechas, hasta los árboles que son su refugio nocturno. Al levantarme de la banca donde me encuentro sentado, los mortecinos rayos del sol bañan mi espalda, proyectan en la banqueta mi sombra larga ondulante, que parece ser mi alma, escapándose del cuerpo. Por más que la persigo, siempre se encuentra un paso delante de mí, fuera de mi alcance ¡qué locura! Si me encuentro caminando hacia mi casa, ¡no estoy muerto! Es extraño, el día lucha por permanecer y la oscuridad que impasible se apropia de todo, semejando muchas veces las contiendas estériles del hombre contra su destino. Mi corazón se encuentra maltrecho, porque las garras de la soledad, se están apoderando de él, ¡hoy precisamente! Hace apenas unas horas, ella se fue, la vi partir desde la plaza, sólo se llevó una maleta con sus más necesarias pertenencias y con paso firme, sin mirar hacia atrás, se fue, dejándome el corazón roto en mil pedazos, no hubo carta alguna, ni llamada de adiós, simplemente se fue.
Los grillos han empezado a repetir su monótona canción y yo camino sin ánimos de llegar otra vez a la soledad de una casa vacía. Creo que no volverá porque lentamente se fue desgarrando el lazo que nos unía hasta romperse, ¡hoy precisamente, hace unas horas! y aunque la monotonía de la vida en común era pesada, la soledad ¡es insoportable! Me resisto a entrar y escuchar el chasquido de la llave abriendo una casa vacía. La amé locamente, ¡por desgracia, aún la amo, y se fue!, la luz de su presencia iluminó por largo tiempo mi vida, pero el hastío de la rutina, como un fantasma, lentamente se fue adueñando de nosotros, aquel camino que juntos recorrimos, un día, sin sentirlo, se separó en dos estrechas veredas que nos llevaban a distintos sitios, hasta que nos convertimos en dos extraños.
Hoy no estará la cafetera con la aromática infusión caliente, ni la cocina encendida, ni la rosa roja sobre la mesa del comedor, sólo encontraré la desmayada flor que no se repuso, que, como mi alma, agoniza ya. Entro y me siento en silencio a contemplar las luces de la ciudad que se van encendiendo una a una dándole un aspecto mágico y de vida en contraste con el silencio de mi soledad. En las calles, la gente camina, sonríe se abraza, discute, saluda, ¡está viva! Mientras que yo sólo escucho el eco de mi respiración que me indica que estoy vivo y el tedioso tic tac de un viejo reloj de pared, que burlonamente me señala cómo el tiempo pasa sin detenerse. ¿Por qué la dejé que se fuera? Si vi que se marchaba ¿Por qué no corrí a detenerla? Hoy, es demasiado tarde, dejé que se marchara ¡y el tic tac del reloj, martiriza mis oídos! Parece decirme ton to, ton to, es tarde para buscarla, ni siquiera imagino a dónde pudo haberse ido. Dejé pasar la oportunidad de retenerla. ¿Cómo es posible que la rutina, el hastío y la apatía hayan sido más fuertes que el amor? ¿Y si todavía me ama y espera que yo la busque? Pero… ¡dónde! Nos volvimos como dos extraños y no imagino a dónde pudo ir. El sueño me vence y poco a poco me voy quedando dormido escuchando el odioso tic tac del reloj y los grillos, cantando sin detenerse.
Me despierta el ruido del cerrojo de la puerta de entrada, estoy aturdido y no sé cuántas horas he dormido, el cuerpo me duele por quedarme en una mala posición tanto tiempo en el sofá de la sala, me levanto como impulsado por un resorte y en medio de la penumbra, me parece verla mirándome, más que verla, la adivino entre las sombras de la penumbra. ¡Estaré soñando! Ella se fue, ¡no me atreví a retenerla! Intento volver a mi sillón, pero escucho su voz diciéndome suavemente, entre la oscuridad
—Aún te amo.
Alcanzo a distinguir las dos chispas luminosas de sus ojos, intento prender la luz, pero ella me detiene y suavemente juntos nos sentamos. Quiero hablar y ella pone su dedo en mis labios pidiéndome silencio y en un susurro me dice al oído:
— Quería huir de la rutina y el hastío que me ahoga, pero cuando mis pasos retumbaban en la calle llena de gente, sentí una inmensa soledad, caminé hasta la estación del ferrocarril, ¡Quería huir! Sin saber de qué. Vinieron a mi mente los recuerdos de nuestra vida juntos, tus miradas, tu sonrisa, tu voz. ¿En qué recodo del camino nos perdimos el uno del otro? ¡No pude alejarme! Algo me detuvo, la misma fuerza que me hizo volver sobre mis pasos después de vagar sin rumbo por la ciudad dormida y sola. ¡Comencemos de nuevo! Retomemos el camino, volvamos a tomarnos de la mano y recorramos la misma senda, no podría ver el amanecer sin sentirte a mi lado, ¡arranquemos la rutina y volvamos a hacer locuras! como antes. Hagamos de la vida una aventura. La felicidad está a nuestro lado, pero a veces no la queremos ver. De nuevo el silencio nos envuelve, pero un silencio distinto porque nuestras almas dialogan y se reencuentran y nuestros corazones, vuelven a latir al mismo ritmo.
Amanece ya; la aurora ilumina tímidamente el horizonte, las primeras aves cruzan el cielo y la ciudad inicia su constante devenir. Sentados en el sillón, ella y yo contemplamos por la ventana abierta este espectáculo, nos miramos de nuevo a los ojos y descubrimos un sinfín de chispas luminosas que por un tiempo olvidamos, sonreímos y volvimos la vista al futuro con esperanza.