abril 12, 2025
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Alicia Caballero Galindo

Tras la ventana

abril 10, 2025 | 100 vistas

Jiménez, Tamaulipas, es un municipio con historia; Don José de Escandón, construyó su casa, en una esquina de la plaza, para que los colonos entendieran que llegó para quedarse, esta población fue fundada en 1749. Con el paso de los años, se convirtió en el centro de una zona agrícola importante. La Carretera Nacional pasaba por el centro de la ciudad, a un lado de la plaza. ¡Quién podría olvidar el Restaurante El Destino con su tienda de abarrotes a un lado!, los fines de semana, la plaza se teñía de colores con su vendimia y las fiestas patronales de Los Cinco Señores.

Durante el sexenio de Manuel Cavazos Lerma, se tomó la equivocada decisión de rodear la población para “ahorrar tiempo” en la carretera de Victoria – Matamoros, hundiendo en el olvido, y el abandono, a tan importante población con muchos años de historia, sin embargo, quienes amamos a Jiménez, porque ahí está la historia de nuestros antepasados, seguimos conservando bellos recuerdos.

En esta ocasión quiero relatar una historia contada por mi padre, Emilio Caballero Caballero, quien naciera en una esquina, frente a la plazuela, el 23 de septiembre de 1894.

Cuando viajábamos de Victoria a Matamoros, y de regreso, era obligado llegar a aquel acogedor restaurante, El Destino, Mi padre decía ser pariente de los Salazar. Era impresionante el decorado de las paredes con pinturas con motivos prehispánicos, y una puerta al patio trasero lleno de vida y calor humano. Algunos domingos era un paseo delicioso, ir a comer a ese lugar y recorrer las calles polvosas llenas de historia familiar y recuerdos, algunas veces saludábamos a descendientes de nuestros antepasados y nos invitaban a tomar un vaso de agua fresca de pozo, clara y purísima.

Cada vez que pasábamos por un costado de la casa del Conde de Sierra Gorda, ahora Palacio Municipal, mi padre recordaba una triste historia vivida cuando era niño:

Había en el pueblo un joven de quince años, al que llamaban Nacho, hijo de un carpintero, que cierto día de verano, mientras elevaban papalotes en la plazuela, fue mordido por un perro callejero que corría desaforadamente y tropezó por accidente con él. Sin darle gran importancia al incidente, bajó al arroyo que corría a unos metros de la plazuela, se lavó la herida y después acudió al tendajo de la esquina, le cortó una tira a su pantalón ya deshilachado y le pidió a la dueña le regalara tantito petróleo para empapar la tela, a lo que accedió con gusto la señora. El muchacho, se amarró aquella venda improvisada y regresó a su juego. Nadie supo el destino de aquel perro, porque nunca lo volvieron a ver, a nadie le importó la mordida, ni al propio Nacho, porque no fue tan grave y en poco tiempo dejó de molestarle. Sólo dejó una marca rojiza en el chamorro.

Algunas semanas después del incidente, Nacho empezó a sentir hormigueo alrededor de la cicatriz de la mordida y se rascaba, al principio no le hizo caso, pero el hormigueo y la sensación de molestia, empezó a molestarle y fue en aumento. Cerca de un mes después, empezó a experimentar dolores de cabeza y fiebre al parecer inexplicable, lo llevaron con curanderas sin que pudieran hacer nada por él, acudieron a un brujo que vivía en un ejido cercano, porque Nacho, empezó a bajar de peso, las fiebres eran más frecuentes, su carácter había cambiado, se volvió arisco, desconfiado, no quería salir a ninguna parte, y la gente decía que estaba embrujado por un demonio poderoso contra el que nada podía hacer el brujo del lugar. El pueblo entero estaba intrigado por el estado del muchacho, empezaron a aislarlo y hasta a su familia le hacían desaires por miedo.

La salud de Nacho empezó a empeorar, fiebres altas, se sentía desesperado y a veces lo veían correr en paños menores durante la noche gritando incoherencias, al punto, que sus padres optaron por encerrarlo en su cuarto para protegerlo y cuidar que no agrediera a nadie. Las cosas se agravaron cuando una noche, se escapó y al tratar de detenerlo, tumbó a su padre.

Ante el peligro que representaba, llamaron a un médico de la Victoria para que lo fuera a ver y el resultado fue aterrador, diagnosticó que tenía rabia, haciendo memoria, relacionaron su mal con la mordida de aquel perro callejero y el médico lo confirmó al revisarle la cicatriz. Para ser revisado por el doctor debió ser amarrado de pies y manos para evitar que lastimara a los padres y al médico.

El médico determinó que no tenía remedio y moriría tarde o temprano de ese terrible mal. La vacuna contra la rabia, se conoció en México en 1888, que la trajo el doctor Eduardo Liceaga, pero no llegaba a todos los confines del país. En el caso de Nacho, era imposible salvarlo.

Se determinó encerrarlo en un calabozo del palacio del Conde que se encontraba al final de la construcción con una ventana de gruesos barrotes que daban a la calle, que, con el tiempo, fue el paso oficial de la carretera a Matamoros.

Sus padres le llevaban de comer y entre los barrotes le daban agua y comida.

Sus gritos y quejas se escuchaban durante la noche y Nacho sacaba los brazos entre los barrotes tratando de salirse, se quitaba la ropa y todo el pueblo evitaba pasar por el lugar.

Una mañana, después de muchos días de sufrimiento, Nacho murió, su cuerpo fue enterrado fuera del camposanto y el calabozo donde pasó sus últimos días, fue abandonado por mucho tiempo después de ser purificado con fuego.

El pueblo rezó por el descanso de su alma, y tuvo paz, así como su familia. Una noche de otoño, cuando el viento se colaba por las rendijas y parecía aullar, hubo quien pasara frente al calabozo y miraba los brazos extendidos de Nacho y escuchaban sus alaridos de dolor, antes de su muerte. Otros, decían que se veían dos ojos parpadeantes adentro de ese cuarto. Hubo quién lo viera correr en noches de luna volando un papalote en la plazuela.

El tiempo ha pasado desde entonces, el cuarto, sigue ahí, los barrotes de madera también. Tal vez la energía de aquel muchacho, aún ronde por las calles del pueblo. Dicen que en noches de luna…

Mi imaginación de niña, me hacía ver movimiento, cuando me asomaba con curiosidad y miedo a ese lugar.

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