Hay tres cosas que no se pueden ocultar: el amor, el dinero y lo pendejo. Yo añadiría una cuarta: el poder. Al autócrata el talante absolutista le sale por todas partes, y bien se le podría decir lo que a las señoras de antes: “Se te ve el fondo”. Ninguna duda cabe de que AMLO es un autócrata. Sólo él tiene razón; posee el monopolio de la verdad, y ninguna otra voluntad puede existir más que la suya. Una de las más recientes muestras de su actitud monárquica la vimos cuando dijo que esperaba “atinar” en la designación de quien ocupará en la Suprema Corte de Justicia la vacante dejada por la renuncia de Zaldivar, su obsecuente, obsequioso y obediente personero. En este caso, el hecho de atinar consiste en que la persona que llegue al cargo sea sumisa a sus dictados. Si no lo hace recibirá el calificativo de “conserva” y será objeto de los constantes vituperios del caudillo. López no quiere juristas en la Corte; quiere lacayos y sirvientas. Ojalá se equivoque. Ojalá el nuevo ministro o ministra sirva a la justicia y a México en vez de abajarse a servir al autócrata. El herrero del pueblo hizo su fortuna fabricando los cinturones de castidad que los caballeros que partieron a la Cruzada pusieron a sus esposas a fin de asegurarse de su integridad. Una vez idos los cruzados, el herrero aumentó su fortuna vendiendo a las señoras un duplicado de la llave de su respectivo cinturón… Sucedió que después de cabalgar algunas horas sir Galahad le dijo a su escudero Gerinel: “Lamento no haber traído conmigo la mesa del comedor”. “¿Por qué?” -preguntó con extrañeza el escudero. Respondió sir Galahad: “Porque ahí dejé mi espada. La olvidé, y seguramente voy a necesitarla. Tendré que regresar por ella”. Volvió, en efecto, a todo galope, y al entrar en su castillo escuchó ruidos sospechosos en la alcoba de su mujer; sonidos como de jadeos, acezos y respiraciones agitadas. Abrió la puerta del aposento y vio a su esposa en trance de refocilación con el doncel encargado de las aves de cetrería. Al pie del lecho, como trebejo inútil, estaba el claudicante cinturón de castidad. Ardiendo en cólera el caballero prorrumpió en tremendas maldiciones y dicterios contra la dama, el doncel y el herrero. “Contente, Galahad -lo interrumpió la señora-. Dijiste que ibas a combatir a los infieles. De las infieles no dijiste nada”… Después de 30 años de servir a Su Majestad Británica en la Marina Real el capitán Ragla Fart pidió su baja. Era soltero (“Estoy casado con mi barco”, solía decir-. Y es que en inglés los barcos no son “he”, sino “she”), y sucedió que los años y la soledad lo indujeron a buscar esposa. Quería una que jamás hubiese tenido trato con marinos, que no supiera nada de las cosas del mar. Al fin dio con una robusta camarera llamada Vectipelta, de buena edad y bien dotada en las regiones posteriores y anteriores. Ella le dijo ser de tierra adentro, de un pueblo de Gales dedicado a la cría de ovejas de la raza Welsh Mountain, apreciadas por la sabrosura de su carne. Le aseguró que jamás había hablado ni siquiera con un pintor de marinas, y que nunca había visto nunca el mar. La desposó, pues, y la llevó a vivir en el pequeño chalet que para su retiro había comprado en la isla de Wight, isla que la reina Victoria había hecho famosa y que los Beatles harían más famosa aún. Mas ¡oh desdicha! En este mundo no hay ventura duradera. Bien pronto el capitán descubrió que su mujer le había mentido. Le dijo entonces: “Ahora sé que has tenido trato con marinos, y que has vivido cerca del mar”. Le preguntó ella: “¿Cómo lo sabes?”. Respondió Fart: “Porque las bubis y las pompas te suben y te bajan con la marea”. FIN.
MANGANITAS
Por AFA.
“Las mujeres dominarán en el siglo veintiuno.”
Eso me parece bien.
La cosa para allá apunta.
Pero me hago una pregunta:
¿en este siglo también?