Libertad García Cabriales
“La relación con la madre es la madre de todas las relaciones: Erich Fromm
Suena el despertador a las 5:30 de la mañana. Lo apaga y respira hondo. No tiene ganas de levantarse. Estuvo despierta hasta casi las dos porque la más pequeña de sus hijos tuvo fiebre. Al recordarlo corre a verla, toca su frente suavemente y su alma descansa al ver que la niña está bien. Sale despacito del dormitorio a su ejercicio diario en la placita de la colonia. Antes le avisa a su esposo y le encarga a la pequeña. Él asiente con un gruñido y se tapa con la sábana. Ser madre es difícil, piensa mientras inicia sus cuarenta minutos de ejercicio.
Amanece y ya se siente cansada. Quisiera regresarse a la cama, pero recuerda las palabras de su jefe hace unos meses: te ves más llenita últimamente. Y redobla el esfuerzo de su cuerpo. En la oficina todas lo comentan: el jefe es muy fijado con la estética, hay que mantenerse en forma porque una nunca sabe. Ella se siente joven, bien, pero la verdad mantener su peso le cuesta cada vez más. No es lo mismo tres niños después, piensa mientras el reloj le marca la hora de regresar a casa. Entra corriendo sin hacer ruido, revisa a la niña que duerme plácidamente. Lo mismo el marido. Se baña rápido, se arregla el pelo y la cara. Hay que estar presentable, repite la frase de la oficina y hace un gesto en su camino a la cocina para preparar la comida del día.
Antes de las siete despierta a los dos niños mayores. Uno llora porque no quiere ir al kinder. Así es casi diario. Con paciencia le canta y lo levanta. Les ayuda en su aseo, les viste, los peina. Mientras les prepara el desayuno, llama a su suegra. Le pide que este día sea ella quien venga a cuidarlos, en vez de llevárselos como diario lo hace. Le platica la fiebre de la pequeña. Le agradece. Toma su licuado rápidamente, hace lonches y se viste viendo el reloj. Se sube a los tacones altos. Otra regla de la oficina. Ay. Si el susodicho jefe supiera lo que es andar con ellos tantas horas. Pero hay que estar presentables. Siempre. Su esposo también lo insinúa cuando la raíz del tinte empieza a notarse.
A las 7:45 sale de su casa a la escuela con los niños. Al mismo tiempo llega la madre de su esposo. Le encarga y le agradece. Su suegra la mira irse con un suspiro de nostalgia. Estas madres jóvenes viven demasiado de prisa y deben o buscan una perfección que no existe: cuerpo perfecto, casa perfecta, trabajo perfecto, madre y esposa perfecta, piensa mientras recuerda otros tiempos. En la memoria sus hijos pequeños, pero también los sueños rotos. Estudió medicina. Aprendió de la gestación, del embarazo, de ese prodigio de ser dos en una. Pero sólo ejerció unos años porque su esposo le pidió cuidar la familia. Y sigue cuidándola con amor infinito, aunque le duelan los huesos. Al menos su nuera se ha realizado feliz trabajando, piensa con una sonrisa; aunque tal vez trabaja tanto para ayudar a su hijo con el pago de los recibos y las hipotecas. Son tantas las exigencias y las auto-exigencias dentro las parejas jóvenes que se olvidan de vivir por trabajar como mulas, reflexiona preocupada. O tal vez es este entorno el que los mete a una espiral de gastos sin fin, se queda pensando.
A las 8:20, la joven madre llega a la oficina, después de dejar con un beso a sus niños en la escuela. Siente la desvelada como agujas en la sien. Prepara los pendientes del día. Dos juntas para esa mañana. Se pone a estudiar las propuestas laborales y cómo defenderlas porque en la reunión son mayoría de hombres y a veces la ignoran, otras la corrigen y casi siempre la ven menos. Eso que vivimos el tiempo de la equidad, masculla sola. Pero en su oficina nada ha cambiado. Algunas compañeras ni carrera tienen y ganan mucho más por ser recomendadas de los jefes, se lamenta. Trabaja y no deja pensar en la fiebre de su chiquita. Llama a su suegra. No te preocupes le dice, está bien cuidada. Lo sabe. Las mujeres han sido por milenios las cuidadoras de la humanidad entera.
En la tarde sale de la oficina cansada, exhausta y todavía le falta pasar de voladita al súper, ayudar a los pequeños con las tareas, meterlos al baño, dar de cenar y checar si la niña requiere cita con pediatra. Se siente agobiada y recuerda a su madre, quisiera llamarla, pero falleció hace unos años después de una penosa enfermedad. Extraña su voz, su manera de mirar, sus manos. Con su pérdida ha comprendido tantas cosas y lamenta muchas más. Su madre era distinta a ella, tuvieron diferencias, pero siempre fue incondicional para todo, para todos. Y ahora le hace falta. Sabe bien que nadie la amará igual. Nunca. Se humedecen sus ojos pensando en lo que no le dijo a la mujer que sintió latir su corazón junto al suyo, el cordón que la alimentó y no se romperá jamás.
Llega a su hogar casi de noche después de un día agotador. Así son todas las jornadas. Su marido la recibe sonriendo y pidiendo unas entomataditas. Los niños quieren hot cakes. Termina la cena, lava los trastes y pone una carga en la lavadora antes de llevar los niños a la cama. La rodean con sus brazos, le dicen mamá y le piden un cuento antes de las oraciones. Es difícil ser madre, pero mucho lo vale; se dice sonriendo. Y apaga la luz, pensando en los pendientes del día siguiente…