diciembre 4, 2024
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Libertad García Cabriales

Un día en la vida de una mujer

abril 8, 2024 | 372 vistas

Libertad García Cabriales

 

No abandones tus ansias de hacer de tu vida algo extraordinario: Walt Whitman

 

No. No voy a referirme a ninguna candidata. De ellas ya se está hablando bastante y seguiremos hablando cada vez más de todas las mujeres en el mundo público. El sistema político ya cambió. Tendremos una mujer presidenta. Escribo esto por petición de una joven lectora, a quien encontré hace unas semanas en un supermercado. Escribe de nosotras, me dijo, de quienes trabajamos fuera de casa y en la noche todavía andamos comprando jamón para la cena del marido. Para ella mis letras, pero también para muchas otras mujeres que desde diversos escenarios viven su ser femenino con sus rosas y espinas.

Empezaré por alguien a quien conozco hace años. Aclaro. Todas las mujeres de este relato son de carne y hueso. Sólo cambié sus nombres por respeto. Carmen trabaja en gobierno desde antes de salir de la Universidad. Es una mujer con muchos talentos y se casó con un compañero de clases, recién graduados. Ella me cuenta que se levanta todos los días a las cinco para tener tiempo de hacer la comida, recoger como puede la casa, levantar a sus niñas, arreglarlas y llevarlas a la escuela antes de estar en la oficina. En lo laboral la jornada se le va rapidísimo atendiendo gente, revisando expedientes, y organizando reuniones. Y salvo porque su decrépito jefe a veces “se pasa” con sus piropos y el sueldo es insuficiente para sus necesidades básicas; las horas en su trabajo son llevaderas. Saliendo de la oficina, pasa por sus hijas a casa de su madre, quienes la acompañan a entregar o cobrar mercancía que vende por internet. Lo hace para pagar la letra de un carrito usado, pues su esposo le aclaró no podía ayudarla con eso. Al oscurecer, llega a su casa, baña a sus niñas, les da de cenar, las duerme, se apura para prepararle la cena a su marido, planchar la ropa del día siguiente y estudiar de su maestría. Su ardua jornada termina entre diez y once de la noche cuando bien le va, me dice, porque cuando las niñas enferman es velar toda la noche. Con todo, antes de dormir sonríe y sueña en algún día tener una Jefatura de Departamento, ver a sus hijas graduadas y conocer el mar en Veracruz.

Lejos de ahí, vive Paty en un arbolado fraccionamiento cerrado al norte de la ciudad. Ella también se levanta temprano pero para ir al gimnasio, al que dedica cuatro horas diarias. No en balde tiene una figura de revista. Al salir de ahí se va al desayunito con sus amigas, desde donde llama a casa para preguntar a la cocinera el menú de la comida. No tengo necesidad de trabajar dice riendo, mi poderoso señor paga todo, aunque lo vea poco. A mediodía manda al chofer al colegio y mientras espera que le sirvan la comida se entretiene haciendo pedidos por internet, planeando viajes y subiendo fotos a las redes. Después de la comida y la siesta, tres días a la semana asiste al masajista o a la “derma” para sus tratamientos de cara y cuerpo. Una vez a la semana, confiesa, asiste a terapia emocional, pues siente como que algo le falta. Pero en la noche, se sube a su camioneta europea, se va a cenar con sus amigas y regresa justo para tomar su pastilla. Antes de dormirse, a veces llora sin saber muy bien por qué.

Doña Berta tiene 53 años, aunque parece mucho más grande pues ha trabajado duro desde muy niña. Nació en el campo y emigró a la ciudad cuando ya no hubo para sostenerla. Trabaja en una casa grande desde hace muchos años y su día transita en un hacer y deshacer incesante como el de Penélope. Lavar, planchar, cocinar, barrer, sacudir, regar, limpiar y volver a limpiar. Labores que sólo detiene algún mareo o dolor propio de una hipertensión añosa. Así son los meses y los días para doña Berta, porque poco va a su ejido desde que su marido la dejó por la comadre y sus hijos se fueron a trabajar al otro lado del Bravo. En la noche cae rendida y se duerme apenas toca su cabeza en la almohada.

Los días en la vida de Nely son muy tristes. Es una profesora jubilada que hace dos años vive en un asilo porque ninguno de sus hijos pudo cuidarla. Cumplió hace unos días 86 años y sólo recibió la visita de una fiel amiga, pues de sus 4 hijos y 9 nietos, sólo una la llama de vez en cuando y dos de sus alumnos viajan dos veces al año para visitarla. El día que recibe llamada es una fiesta para ella, me dijo alguna vez: “si ellos supieran lo que una llamada significa para una vieja”. Siempre le gustaron los libros, pero la diabetes acabó con su vista y ya no puede leer. Desde que llegó al asilo casi no camina, como si las piernas cargaran la tristeza y se negaran a moverse. Nunca fue pesimista, pero la vida le ha puesto en una circunstancia desoladora. Por las noches reza y pide emprender el vuelo.

Para la mayoría de las mujeres no es fácil la jornada diaria. Transitando los días entre alegrías y tristezas, memorias y esperanza, dolores y temores, esencia y apariencia. Abuelas, madres, hijas, amigas, ricas, pobres, bellas y no tan bellas, jóvenes y viejas; a todas las mujeres nos llega el momento para pensar y hacer conciencia de la vida única. Para darle sentido a los días que no se repiten. “No dejes que termine el día sin haber crecido un poco, sin haber sido feliz, sin haber aumentado tus sueños”, dice el poeta. No hay que olvidarlo.

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