La noticia de la muerte de Jorge Mario Bergoglio (Buenos Aires, 17 de diciembre de 1936-Ciudad del Vaticano, 21 de abril de 2025) llegó a mí —no con sorpresa, aunque sí, una profunda aflicción— a temprana hora del lunes pasado, al despertar, mientras deslizaba actualizaciones de redes sociales. La conmoción ante tal primicia estremeció al mundo: ese mismo mundo que echará en falta al menos tres de sus grandes atributos: su sensibilidad, su humanismo y, por supuesto, su buen humor.
Hay que ser muy sensible para distinguir, una vez que se asume el cargo de Sumo Pontífice (del latín pontifex maximus) —Julio César llevó esta dignidad desde el año 63 a.C. — la ardua tarea de “construir puentes”, erigiéndose así, como la máxima autoridad dentro del colegio de pontífices y principal intermediario entre Dios y los hombres, a su vez que líder militar y religioso.
Aunque la idea de edificar pontones bien podría ser una metáfora del rol político y diplomático del Obispo de Roma, en Francisco, alcanzó otras latitudes. Durante los 17 años de su papado fue precisa su visión de “una Iglesia pobre y para los pobres”; lo tuvo claro desde la elección de su nombre como Papa, que, refiere, decidió utilizar tras el recordatorio puntual del Cardenal brasileño Cláudio Hummes, poco antes de culminar el segundo día del cónclave de 2013 en que resultó electo: “no te olvides de los pobres”.
No lo hizo, por el contrario, aunque sus antecesores Ratzinger y Wojtyla fueron claros opositores a la teología de la liberación, tan combatida en sus inicios durante la década de los 60, y que combinaba elementos del cristianismo con el análisis crítico de las estructuras socioeconómicas que perpetúan la pobreza y la opresión, yo me atrevería a afirmar que Francisco abrazó una renovación de la Iglesia y sus jerarquías que implicaba la acción activa por la liberación de los oprimidos y la justicia social y que enfatizaba la opción preferencial por los pobres.
Sabedor de la oposición que encontraría en una iglesia que, si bien mostraba claros signos de decadencia, se resistía a cambiar de forma estructural, Francisco devino esa voz, ahora silenciada— ¿ya para siempre?— por su muerte a los 88 años, que abogó por los oprimidos, los rechazados, los más débiles, ¿acaso hay algo que Jesús, el Cristo, haya defendido con más ahínco a través de sus enseñanzas?
Su constante preocupación por los migrantes, los desplazados y víctimas de la crueldad de la guerra en Gaza, la salud de nuestro planeta y los derechos humanos de las minorías, entre ellas la comunidad LGBTIQ+, lo colocan como el líder religioso y político que demandaba este siglo. Y no somos pocos los que, hoy, lloramos y lamentamos su pérdida, como si el mundo necesitara, justo ahora, mayor incertidumbre geopolítica.
A la par de su trabajo pastoral, Francisco fue también un hombre con un gran sentido del humor, que a menudo utilizaba para conectar con las personas, aliviar las tensiones, o transmitir de forma asequible los mensajes en sus discursos y homilías. No dudó en compartir historias y anécdotas personales que daban muestra de lo humilde y auténtico que era, como cuando dijo en plena audiencia que “un cristiano triste es un triste cristiano” y que cosechó las risas y carcajadas de los asistentes.
Su ejemplo de vida y su capacidad de reírse de sí mismo se quedan con nosotros para enseñarnos que la simpleza y la grandeza de un instante son el valor intrínseco de la vida, que, para él, podría resumirse en la risa que rompe la solemnidad de lo inalcanzable. Te extrañaremos mucho, Tata Francisco, desde el afecto y respeto más hondos. Le comparto mi correo electrónico para leer, con gusto, sus comentarios, [email protected].