En México estamos a punto de hacer historia o cometer un grave error. Por primera vez, la ciudadanía elegirá mediante voto directo a jueces y magistrados. Sin embargo, el proceso, que prometía ser un ejercicio democrático sin precedentes, ha quedado atrapado en la opacidad, el desorden y la falta de controles mínimos. La reciente decisión del Instituto Nacional Electoral (INE) de permitir que 26 candidaturas cuestionadas permanezcan en la boleta, a pesar de los señalamientos públicos y las solicitudes del Congreso, deja claro que el proceso está rengueando antes de llegar a la meta.
La decisión del Consejo General del INE de declarar improcedente la petición de cancelar esas candidaturas no es, estrictamente hablando, arbitraria. Jurídicamente, el instituto se ampara en la jurisprudencia del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) que limita su capacidad de intervención en dos momentos específicos: el registro y la calificación de la elección. Su argumento es técnicamente válido. Sin embargo, políticamente el costo es alto: transmite un mensaje de indiferencia ante los riesgos de legitimar perfiles que podrían poner en entredicho el futuro del sistema judicial.
No hablamos de acusaciones menores. De las 26 candidaturas impugnadas, algunas están ligadas a presuntos delitos graves o a vínculos con el crimen organizado; otras ni siquiera cumplen con el requisito constitucional de tener un promedio académico mínimo de ocho en la Licenciatura en Derecho. ¿Cómo llegaron estos nombres a las boletas? ¿Quién falló en el primer filtro?
El Congreso, dominado por Morena, pidió la cancelación de las candidaturas tras el escándalo que él mismo ayudó a incubar. Varios de los aspirantes provienen justamente de las listas propuestas por el Legislativo y el Ejecutivo. El intento de deslindarse a última hora suena más a lavado de manos que a una acción genuina por salvar el proceso.
El argumento del INE es que emitir un juicio en plena campaña podría afectar la percepción ciudadana. Sin embargo, esa percepción ya está dañada. La ciudadanía observa cómo los aspirantes cuestionados siguen adelante sin consecuencias claras. Mientras tanto, el instituto habilitó un micrositio para que las personas denuncien a candidatos con antecedentes graves. Aunque es una herramienta útil, resulta insuficiente y tardía.
Elegir jueces mediante voto directo no es, por sí solo, sinónimo de democratización. La legitimidad no se logra únicamente con urnas, sino con información clara, reglas estrictas y filtros reales. Sin esos elementos, el riesgo es que los jueces del futuro respondan más a intereses políticos o personales que al Estado de Derecho.
No se trata de frenar el proceso electoral, sino de exigir mecanismos que impidan que las elecciones se conviertan en una pasarela de impunidad. Lo que está en juego no es solo una elección, sino la credibilidad del Poder Judicial.
Y si el sistema permite que lleguen nombres con historial turbio a las boletas, entonces el problema no radica solo en quién vota, sino en quién elige los nombres en la lista. ¿De verdad queremos jueces elegidos de esta manera?