Zaki llegó cuando más lo necesitaba.
Recién llegamos a vivir a Ciudad Victoria. Yo tenía 13 años. Era un puberto.
Zaki era una bola de pelo negro con manchas color arena y ojos que parecían entenderlo todo.
Cruza de pastor alemán con Alaska malamute y con una nobleza que ningún pedigree podía registrar.
La adoptamos y recién había nacido. No tenía ni un mes.
Les decía que era yo un adolescente y me acompañó toda esa etapa de mi vida, que es la edad de los primeros tropiezos, de las rabias silenciosas y los sueños todavía sin molde.
Desde el primer día se convirtió en mi sombra. No era una mascota, era una cómplice. Una guardiana de secretos. Un testigo mudo de lo que fui cuando aún no sabía quién era.
Caminábamos kilómetros. A veces sin rumbo, solo por el gusto de caminar. Ella trotaba a mi lado, orejas atentas, lengua de fuera. Me seguía aunque yo no supiera a dónde iba.
A veces cruzábamos barrios que no conocíamos. A veces nos metíamos en charcos que no valían la pena, pero de los que siempre salíamos juntos.
Por las noches, cuando todo el mundo dormía, yo ponía música a volumen bajo y Zaki se acostaba a mis pies. Podía estar horas así, escuchando a Silvio, a Sabina, a Los Beatles. A la Tuna, Hombres G o Timbiriche.
Nunca se aburría. O si se aburría, disimulaba bien. Como buena compañera, sabía que algunas soledades no se curan con palabras, sino con presencias.
Estuvo ahí cuando alguna chica me dijo que no. Y cuando la otra también. Me miraba como diciendo: no eran para ti. Luego, cuando la que sí me dijo que sí llegó, también la conoció. Zaki la olfateó, le aceptó la caricia. Sello de aprobación.
Era fiel como pocas cosas en esta vida. Me esperaba junto a la ventana cuando volvía de la escuela. Me miraba con reproche cuando pasaba mucho tiempo haciendo tareas y no salíamos a dar la vuelta. También me acompañaba cuando iba a comprar discos o a buscar revistas de fútbol.
Fue testigo de mis primeras frustraciones, mis primeros textos mal escritos, mis tareas hechas al vapor, mis pequeñas victorias que sólo ella celebraba moviendo la cola.
Una vez, mientras yo presentaba un proyecto de ciencias naturales en el patio de la escuela, me llevé; Zaki se sentó como alumna, mirando con atención. Todos se rieron. Yo también. Pero en el fondo, su presencia me dio más seguridad que cualquier palabra del maestro.
Zaki murió un día cualquiera. No fue trágico, fue inevitable. Murió se vieja. Como todo lo que uno no quiere que llegue.
La había dejado de ver años antes cuando se la llevó Sofía, una amiga entrañable de la familia a quien la Zaki adoraba.
Me dolió como pocas despedidas. No porque se fuera, sino porque me di cuenta de cuánto se había quedado en mí.
A veces, cuando camino solo, siento que va detrás. A veces, cuando escucho música, creo que todavía está echada a mis pies.
Porque hay afectos que no mueren. Solo se quedan callados para siempre.
EN CINCO PALABRAS: Historias que te marcan siempre.
PUNTO FINAL: “Uno no tiene un perro. Tiene una historia que camina con uno.” Cirilo Stofenmacher.
X: @Mauri_Zapata