La primera vez que manejé un Vocho fue un acto de fe. No en fe en algún ser divino u omnipotente, porque no soy creyente, sino en la mecánica alemana y en la buena voluntad del destino.
Era un Volkswagen Sedán, que si mal no recuerdo era modelo 70, amarillo canario, con más kilómetros encima que un trailero en plena temporada alta.
Era de mi tía Eugenia, que, dicho sea de paso, era como la mamá que cualquiera quisiera tener: amorosa, atenta, me daba mucha seguridad, comprensiva, confiable, pero, sobre todo, alcahuete. Y bueno, si no lo fue mi madre biológicamente, sí lo es de alma y corazón.
Aquel Vocho ella lo llamaba el “Cuchis”. Me lo prestó con una advertencia: “El clutch está más sensible que los novios de ahora, la reversa entra cuando le da la gana y la segunda se bota. Suerte, hijo”.
Tenía yo unos 12 años. No sabía manejar. Prácticamente ahí aprendí y me advirtió que, si aprendía, yo sería como su chofer, cosa que me emocionó. Vivíamos aún en la Ciudad de México.
Me subí, ajusté el espejo –de adorno, porque el vidrio estaba tan empañado que podía haber un OVNI detrás y ni cuenta me daba–, y giré la llave. Nada. Silencio absoluto. Le di otra vez, con más fe. Un chispazo de vida en el tablero. Tercera vez, y el motor rugió como un perro viejo despertando de una siesta.
El primer problema fue el clutch. Apenas levanté el pie y el Vocho brincó como toro de rodeo. Mi tía, desde la banqueta, se doblaba de risa. Segundo intento: solté el pedal con más suavidad, y avanzamos unos metros antes de que el motor se ahogara en un lamento metálico. A la cuarta, por un milagro de la ingeniería, el carro respondió y rodamos por la calle como si supiéramos lo que hacíamos.
Ella vivía en un conjunto de condominios que, curiosamente estaba a espaldas de las instalaciones del Club América, allá por los rumbos de Villa Coapa en el sur del entones Distrito Federal.
Caminé unas cuadras por algunas calles de allí, que era una zona poco transitada y con poca gente. El viento entraba por las ventanillas, porque claro, el aire acondicionado de un Vocho es un lujo llamado “bájale al vidrio”. Cada bache lo sentía en la columna como si me hubieran pasado un reporte de la SEP por la espalda. Pero había algo en esa torpeza mecánica, en el rugido ronco del motor, que hacía que todo valiera la pena.
El problema vino cuando quise frenar en la esquina. Pisé el pedal y el coche no se detuvo, solo disminuyó la velocidad con una calma filosófica. Pánico. Más presión. Nada. Al final, tiré el freno de mano y el Vocho se detuvo de golpe. De la banqueta, mi tía aplaudía como si hubiera visto a Maradona en el 86. Y miren que estábamos justo en esa época.
Cuando apagué el motor, las manos me temblaban. Me bajé y vi al Vocho con otros ojos. Era tosco, rudimentario, pero tenía alma. Esa fue la primera vez que lo manejé, pero no la última. Porque uno no maneja un Vocho. Uno lo domestica.
Eugenia tuvo tres Vochos más. Un amarillo 88 (el Piolín) con el que me gradué en la manejada. Ah cómo lo disfruté, para entonces tenía ya 16 años. Después tuvo aquel blanco modelo 92, con el que se convirtió realidad aquello de que sería su chofer; andaba con ella pa’ todos lados. Y otro 92 más en color rojo.
EN CINCO PALABRAS.- Lo que nunca se olvida.
PUNTO FINAL.- “Los recuerdos son la hidratación del alma”: Cirilo Srofenmacher.
X: @Mauri_Zapata