Aquella sala de espera en el aeropuerto de la Ciudad de México estaba a reventar, se trataba de un vuelo internacional a París y las vacaciones de verano empezaban. Me encontraba sentada con el equipaje a mis pies bien asegurado, la mayoría de los viajeros eran jóvenes que pretendían asistir a cursos de verano o simplemente a vacacionar. El murmullo y entusiasmo brotaba a flor de piel. pretendía ir a París para abrirme paso en el mundo del arte, soy pintora, deseaba conocer las obras de los grandes maestros contenidas en los diversos museos, comparar las corrientes tradicionales y las modernas, sacar lo mejor de ellas y ¡crecer! Ahorré todo el año para poder hacer este viaje, además, vendí una que otra pintura, eso también me ayudó un poco. Estaba ávida de aprender y llenarme con las maravillas europeas. Un viajero que estaba sentado a mi lado, me sacaba a cada momento de mis pensamientos y planes para las próximas seis semanas, también se dirigía a París, era músico, al parecer acordeonista que pretendía aprender el estilo francés de interpretar tal instrumento, de hecho, me pareció hasta ridículo verlo cargar una bromosa caja que contenía tal instrumento, se veía pesado y molesto ¡qué horror! Pensé, es una verdadera monserga cargar con semejante cosa. ¿Y lo sabrá tocar?, supongo que sí. Él, ignorante de mi molestia, intentaba una y otra vez entablar conversación y yo con monosílabos trataba de evitarla. Así pasamos cerca de una hora, hasta que por fin fuimos llamados por los altavoces para abordar el vuelo. Una vez cumplidos los trámites de abordaje, nos dispusimos a entrar en la gran nave que nos conduciría sobre el océano Atlántico hacia el Viejo Mundo. El vuelo fue tranquilo, los jóvenes revoltosos quedaron en otra sección y al molesto acordeonista lo perdí de vista al abordar. Me acomodé tranquilamente en mi asiento, por cierto quedé en una de las ventanitas lejos del ala y pude ver el despegue sin obstáculos, al poco tiempo oscureció y me dormí, desperté antes de llegar a la Ciudad Luz, no pude controlar un estremecimiento al pensar lo lejos que estaba de mi casa y lo lejos que había quedado de aquel frustrado intento de amar. Sacudí la cabeza como queriendo sacar de mi mente eso que me molestaba. ¡al diablo con los recuerdos amargos! ¡Estoy en París! Busqué en la multitud al entrar a la sala una mujer que me esperaría, es una buena amiga de mi madre. Pero por más que la busqué, ¡nada! Me acerqué al módulo de informes a preguntar si me habían voceado, no aparecía por ninguna parte. Desconcertada decidí tomar algo en la cafetería más cercana a la sala por donde llegué con la esperanza de verla, traté de calmarme y sentada en una mesita individual, hurgué en el fondo de mi bolsa de mano hasta encontrar la dirección y el teléfono de la casa a la que llegaría, sentí gran alivio al encontrar la dirección, pero de nuevo la preocupación me invadió cuando descubrí que mi pasaporte ¡había desaparecido! ¡Dios mío! Sin él estaba perdida, ir a la embajada mexicana a tramitar una reposición me llevaría todas mis vacaciones. ¿Y para esto ahorré todo un año?! No pude evitar que las lágrimas brotaran por la desesperación, estaba en París ¡pero sin mi pasaporte y sin que vinieran a recibirme. Sentí que era un mal comienzo y un incierto futuro. Con lo poco que sabía de francés pedí un café y tostadas con mermelada; estaba por terminar el ligero entremés cuando escuché por el altavoz mi nombre, de inmediato salté como resorte para ir al módulo donde encontré a Larissa, la amiga de mi mamá radicada en París que me daría albergue por unas semanas; se disculpó por su tardanza y me acompañó a recoger mi equipaje. Respiré por lo pronto, tranquila de encontrar una cara amiga. Lo del pasaporte, ¡era otra canción! Luego lo vería, por lo pronto, nos encaminamos con el equipaje a cuestas al estacionamiento donde dejó su automóvil para ir a la casa. Fue un sueño cruzar el puente del Río Sena.
Sólo bastaron dos días para que yo pudiera familiarizarme con los medios de transporte que me llevarían de la casa de Larissa al centro de la ciudad y los lugares que pensaba visitar. El poco francés que aprendí me sirvió para lo más indispensable. Esa tarde, mientras intentaba captar en mi cuaderno de dibujo con una tiza una pequeña plaza con sus portales tradicionales y mesitas para tomar café o vino, escuché los ecos de un acordeón callejero con sabor francés, de inmediato, y sin saber por qué, vino a mi memoria el molesto compañero de vuelo, desde luego, no era él; tocaba bellamente “La vie en rose” la melodía me trajo lejanos recuerdos de un pasaje de mi vida que quería olvidar, de unos besos que quiero borrar y unos ojos que quisiera hundir para siempre en mi pasado. De pronto perdí el entusiasmo por mi bosquejo, lo guardé y pensé terminarlo en otro momento. ¡estaba en París! ¡Basta de recuerdos tristes! Me dije, el sol acariciaba mi rostro al atardecer y decidí romper definitivamente con el pasado. Estiré indolentemente mis piernas y mis brazos y caminé sin rumbo por la pequeña plaza, varios jóvenes con sus caballetes, aprovechaban las últimas luces del día para pintar. Sólo un pensamiento oscurecía mi estancia; ¡mi pasaporte! Mañana mismo tendré que ir a la Embajada a tramitarlo. Me senté en otra banca solitaria por un rato y a mis espaldas escuché de nuevo un acordeón interpretando ¡una melodía mexicana! El vals María Elena y casualmente, ¡ese era mi nombre! Sorprendida me levanté y me encontré frente al acordeonista que era, ni más ni menos, el pasajero molesto del aeropuerto en México.
—He estado buscándote, supuse que un día nos veríamos en esta plaza. Espero te guste la melodía, lleva tu nombre.
—Pero ¡cómo puedes conocer mi nombre!
Sonriendo, metió la mano en su bolsa y me tendió un sobre blanco, diciéndome simplemente
—Ábrelo!
Un poco extrañada abrí el sobre y encontré ¡mi pasaporte! Él simplemente me explicó que lo encontró tirado junto al módulo de información, le llamó la atención que fuera mexicano y al abrirlo reconoció mi rostro. Desde que llegó a París me ha estado buscando y hoy el destino nos puso frente a frente. La alegría, el anochecer en París, la música lejana que se escuchaba en el ambiente operó un cambio en mí, siguiendo un impulso loco del corazón lo abracé y le planté un beso en la mejilla. Los dos sonreímos y tomados de la mano nos alejamos rumbo al mágico Sena.
A contraluz, se perfilaban en la noche las figuras de un acordeonista y una aprendiz de pintora marchando en busca de nuevas ilusiones bañados por la plateada luz de la luna