diciembre 13, 2024
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Alicia Caballero Galindo

El crucifijo (parte I)

abril 25, 2024 | 233 vistas

Está atardeciendo, camino entre un mundo de personas por las calles del centro de Tampico Tamaulipas, México. Hace unos días, llegué, sola, me hospedé en un hotel cerca de la Plaza de Armas. Necesito encontrarme conmigo misma de nuevo. He pasado tragos amargos recientemente, y la soledad, me permitirá reflexionar, valorarme… mis padres murieron trágicamente en un accidente aéreo el mes pasado, fue un golpe terrible, inesperado, se siente que el mundo, de un plumazo cambia la vida. Mi único hermano, mayor que yo, se casó muy joven y se fue a estudiar una maestría a EEUU y yo me quedé con mis padres, mi trabajo me absorbe y el tiempo se me va como arena entre las manos. Hoy que ya no están conmigo, me doy cuenta que, en mi trabajo en una tienda departamental, como encargada de compras de ropa interior femenina, se me ha ido la vida sin sentirlo. Me siento vacía, sin rumbo. El ir y venir de la gente con que me cruzo, llevando bultos, hablando por su celular, entrando a las tiendas o caminando de prisa con el tiempo justo para llegar a alguna parte, me abruma, me hace sentir fuera de lugar.

Me siento un rato en la plaza, frente a Aduanas y sonrío, escuchando a los vendedores de las Tortas e la Barda, una tradición, de este lugar, de pronto escucho el sonido majestuoso de un barco que anuncia su partida por el río, hacia el mar. Siento cierta nostalgia, si pudiera ir en esa nave, y alejarme de esta pesadilla.

Decidí pasar unos días en este puerto querido, porque, mis recuerdos infantiles, están ligados con el centro de Tampico, por estos rumbos vivían mis abuelos maternos y yo, pasaba las vacaciones con ellos. Vivían a una cuadra de la Casa Gándara, a donde acudíamos, la chiquillada del barrio al atardecer, con velas encendidas, muertos de miedo, pero con ansias de aventuras, decían que ahí espantaban, porque habían pasado cosas horribles. Se escuchaban quejas y lamentos. Qué lejanos me parecen esos recuerdos

Con un suspiro, me encaminé de regreso al hotel, pero no resistí la tentación de pasar por la casa de mis abuelos y la Casa Gándara, que, tiene su historia, El Presidente Manuel González la construyó en 1865, era su residencia que fue heredada a su hijo. En tiempos de la Revolución Mexicana, sirvió de cuartel y el sótano utilizado como prisión donde algunos prisioneros fueron ejecutados.  En 1933, fue adquirida por el Dr. Enrique Gándara que, junto con sus hermanas Carmen y Mercedes, hicieron gran labor altruista en favor de los grupos vulnerables, de ahí el nombre de Casa Gándara el 27 de junio de 2013, se erige en museo con mobiliario y piezas de su época, desgraciadamente, el deterioro del lugar y falta de mantenimiento, la convirtieron de nuevo en un fantasma, abandonada y en ruinas.

Primero llegué a la Casa Gándara y no resistí la tentación de entrar, aún había un poco de luz, y bajé al sótano recordando otros tiempos. Me tropecé con algo, la luz era escasa y vi un crucifijo empolvado en el suelo, mi imaginación me hizo ver que estaban con los restos de una osamenta, se me puso la piel de gallina, con aquella joya antigua puse la joya en la bolsa de mi pantalón y salí de nuevo a la calle.

Al pasar frente a la casa de mis abuelos no resistí la tentación de sentarme en el escalón de la puerta, como cuando niña, fue un impulso que no pude evitar, el deseo de volver a aquellos tiempos felices. Las lágrimas resbalaron por mi rostro añorando otros tiempos, no puedo evitarlo, las casas antiguas, el olor a viejo, a humedad, y a misterio, es algo que me atrae sin remedio, cerré instintivamente los ojos y al abrirlos, fue como si en verdad me hubiera regresado en el tiempo, todo se veía distinto, aunque la puerta de la casa de mi abuela estaba cerrada, escuchaba el trasteo de la cocina, anochecía y olía a café hervido. Me levanté al escuchar la voz de Concha, la nana de mi madre, ¡eso no podía ser! Murió cuando yo era una niña. La puerta se abrió y la vi de cuerpo entero, pero no como yo la conocí, se veía joven y sonriente,

—¡Métete a la casa niña Luisa! Ya es tarde para que estés sentada en la puerta, ven a tomarte tu taza de atole, y prepárate para dormir, es muy tarde para que estés en la calle.

Me tomó de la mano y ambas entramos, pero… la casa se veía distinta de como yo la conocí, me llamó ¡niña Luisa!, ese era el nombre de mi madre, no el mío, ¡yo soy Ana Estela! Y ella, continúa diciéndome.

—Ya supe que ayer te metiste a la casa de la esquina que está abandonada, con las niñas del barrio, no lo vuelvas a hacer, es peligroso— bajando la voz, me dijo al oído con un dejo de temor —en el sótano hay fantasmas y alimañas.

Me dejó en la cocina con mi abuela Rosa, y ella se salió por la puerta del patio. Yo la escuché sollozar.

Mi abuela, me dijo moviendo la cabeza con pesar:

—Concha está triste, su novio le prometió verla en la casa abandonada para irse juntos, pero nunca llegó. De eso han pasado ya varios meses y ella cree que la dejó.

 

Continuará…

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