noviembre 21, 2024
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Alicia Caballero Galindo

El funeral de mi abuela

diciembre 1, 2023 | 349 vistas

Alicia Caballero Galindo.-

A mediados del siglo 19, para ser precisa un día de junio de 1849, nació Zenona Caballero en el seno de una familia numerosa de clase media. A la usanza de su tiempo, la comprometieron sus padres y se casó a los 14 años, con un joven empresario dueño de carretones de sitio. De regalo de bodas, le trajeron de EEUU una muñeca con vestido de novia que deslumbró a la joven, y aceptó aquel matrimonio de buen grado, porque su apuesto pretendiente le agradó. El día de su boda, se veía radiante en su traje de novia niña, con su muñeca en los brazos. Su piel era muy blanca y sus mejillas sonrosadas, adornadas con dos hoyuelos que se le formaban al sonreír, y una cabellera negra larga trenzada, coronando su cabeza. El apuesto novio iba enfundado en su traje negro y su camisa blanca, que la miraba con ojos de amor. Después de los festejos de boda, se instalaron en una hermosa casa de sillar y techumbre de palma, perfectamente recortada, que estaba en una esquina de la plazuela de Jiménez, Tamaulipas. Fue construida especialmente para ella. Su esposo, Santos Caballero, (era pariente de ella en tercer grado) la rodeó de cariño y las comodidades que estaban a su alcance. La casa tenía un gran corredor lleno de plantas y jaulas de pájaros de la región que alegraban con su canto a la niña-esposa, que, cumplía con devoción sus deberes en la casa y en la intimidad de su habitación. Después de un año y meses de casada, nació su primera hija a la que llamaron Constancia y a partir de entonces, su vida, fue tener hijos, era muy fértil. Fue tratada con infinito amor, pero cada vez la carga de su familia era más fuerte, sin embargo, ella era feliz, le gustaba cantar mientras trabajaba en los deberes del hogar. El día de su cumpleaños, su mayor placer era, después del banquete, liberar a los pájaros de la región que le había regalado su esposo durante un año. Al poco tiempo, tendría de nuevo las jaulas llenas. Se había convertido en un ritual.

Tenía un carro personal jalado por un caballo blanco que le regaló su esposo. Ella lo conducía y amaba y la noble bestia le correspondía, con pequeños relinchos y caricias con su hocico, cada vez que le veía y ella lo acariciaba.

Sus hijos, eran 16, los mayores eran hombres, estaban bien educados y acudían a una iglesia presbiteriana, que estaba a una cuadra, también frente a la plazuela, mi padre, era de los menores.

Tanta felicidad, no podía durar para siempre, unos días después de cumplir 36 años y faltándole una o dos semanas para que naciera su décimo séptimo hijo, su naturaleza no resistió más y murió en forma repentina mientras descansaba sentada en un sillón frente a su ventana, contemplando el atardecer. Sencillamente cerró los ojos y se quedó dormida para siempre. ¿Cuál sería su pensamiento final? Sólo Dios lo sabe.

La primera que descubrió la tragedia, fue Constancia, su hija mayor, que ayudaba en los deberes de la casa y por lo mismo, no habían pensado en que se casara. Mi padre, tenía ocho años en ese entonces.

Mi abuelo fue avisado y de inmediato se presentó a su casa deshecho de dolor porque se amaban entrañablemente.

La noticia corrió por el pueblo como reguero de pólvora, era una familia muy querida. En la casa de mi abuelo, se iniciaron los arreglos para velarla. En la pieza principal, se colocó una mesa cubierta con manteles blancos, donde acostaron a mi abuela con un traje blanco donde sobresalía su vientre abultado de un embarazo casi a término. Su piel blanquísima, se veía casi transparente, como una aparición y las primeras mujeres que llegaron, se persignaban al percatarse de que, en su vientre, aún se movía el pequeño ser que no alcanzó a ver la luz de la vida.

El pensamiento de esa época era que el bebé debía irse con su madre porque no alcanzó a nacer.  Era la voluntad de Dios. En tiempos actuales, se pensaría en una cesárea post mortem para salvar al bebé. Así eran aquellos tiempos.

Todos los hijos mayores, serios y circunspectos, sin hacer preguntas, permanecían en silencio, los más pequeños, no entendían la gravedad de la situación. Cuando el féretro estuvo listo, pintado de blanco, (Se hacían a la medida, cuando alguien moría.) salieron todos de la capilla ardiente, mientras las mujeres procedieron a colocarla dentro, después, entró mi abuelo a verla por última vez, antes de cerrar la caja. El ministro de la iglesia, hizo un servicio religioso y después, se organizó el cortejo para llevarla a su última morada.

Mi abuelo, acondicionó el carro de mi abuela, para trasladada en él al cementerio, era la primera vez que algo así ocurría lo cuerpos eran llevados en hombros por los seres queridos.

El llanto de las plañideras**, inundaba aquella tarde calurosa y soleada.

El cortejo partió e irónicamente, el canto de primaveras y cenzontles, inundaba la tarde aquella. El rudo del carro y de los cascos del caballo, blanco de mi abuela, eran lentos, esta vez, estaban llenos de melancolía.

Por las ventanas todos se asomaban en silencio, para presenciar aquel espectáculo, que no se había visto antes en el pueblo.

Desde entonces Constancia, la hermana mayor, se hizo cargo de la casa y sus hermanos y nunca se casó. Mi abuelo, tampoco.

Yo tenía tres años cuando mi abuelo murió de más de noventa y cuatro años. Tenía unos bigotes grandes y blancos, con los que me hacía cosquillas cuando me besaba. Lo tengo presente, recuerdo su voz cascada que me decía “la más divina” fui su última nieta… A la fecha, sólo sobrevivimos dos, un primo y yo.

* Hace muchos años, se contrataban mujeres que fueran a llorar a los velorios, era algo común. A esas mujeres se les llamaba plañideras.

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