mayo 26, 2024
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Alicia Caballero Galindo

El hombre que decidió morir

diciembre 21, 2023 | 237 vistas

Alicia Caballero Galindo

Sentado ante el televisor, Daniel cambiaba constantemente de canal por inercia sin poner atención a ninguno de los programas, su esposa, Aurora, tarareaba una canción de moda mientras terminaba de asear la cocina después de cenar. Vivían solos, sus tres hijos, salieron de la ciudad a estudiar y se quedaron a vivir lejos de ellos.  Se casaron y formaron sus hogares. Carmina, la única mujer, era la menor, con cierta frecuencia los visitaba y les llevaba a sus dos niñas, una de dos años y la mayor de seis, esos días, la casa se llenaba de risas y juegos. Llegaban intempestivamente y de igual forma se iban, ella trabajaba como contadora en una empresa y tenía poco tiempo libre. Uno de sus hijos varones, estaba en el extranjero y lo veían una o dos veces al año solamente, el otro, estaba soltero, pero pronto se casaría con una europea y seguramente radicaría lejos de ellos.  El otro hijo, vivía en el país, pero era pintor y un bohemio, no tenía lugar fijo de residencia ni perspectivas de casarse, muchos amores y poca formalidad, ¡así son gran número de jóvenes hoy! Si no los aceptan como son, se alejan. Aurora, su esposa, viajaba con frecuencia a visitar a la hija, a él no le agradaba que lo sacaran de su rutina y era frecuente que se quedara solo por varios días. Su única compañía era un pequeño perro de raza indefinida que un día llegó siendo un cachorrito y a pesar de que a él no le gustaban los animales, la presencia de sus nietas en esos días, hizo que el perro se quedara, le llamó Blacky porque era negro. Aquel animalito, parecían hablar con solo verlo se ganó su lugar en la casa convirtiéndose en la sombra de Daniel. Recientemente se había jubilado después de trabajar 30 años al servicio de una empresa donde por largo tiempo se sintió importante porque coordinaba a un grupo abogados que se encargaban de cuestiones legales.  Creía que, al irse, dejaría un espacio irremplazable, pero cuando decidió jubilarse, inmediatamente alguien ocupó su puesto y todo siguió como si nada. A los pocos días, nadie se acordaba mucho de él y eso lo deprimió. ¡En fin! confirmó que nadie es indispensable en ninguna parte. ¡Así es la vida!, y hay que aceptarlo. Algunas tardes salía al café con sus amigos. Su esposa, ignorante de los pensamientos de su esposo, acomodaba en la alacena la provisión que acababa de comprar para la semana, con nostalgia recordaba los días en que sus hijos estaban con ellos, entonces sí guisaba mucha comida, porque no faltaban invitados, en cambio ahora, sólo los dos comían en casa y su dieta era limitada por las pocholacas que cada uno de ellos acarreaba. Suspiró de nuevo y quitándose el delantal después de terminar su trabajo, se encaminó a la sala con una taza de café para Daniel y otra de té para ella. Él la recibió con una sonrisa y una palmada cariñosa en la mano para volver a su monótona costumbre de cambiar a cada momento de canal.

—¡Por Dios Daniel! ¿Por qué no dejas un solo canal para tomarle sabor?

—¡Mujer! Apenas te sientas y ya me estás criticando. Deja que encuentre algo que me guste y le dejo ahí.

Aurora, acostumbrada al ritual, tomó su tejido y sin contestar se concentró en su labor. Esa misma noche, habló su hija para invitar a sus padres a pasar unos días a su casa, pero Daniel, como era de esperarse, se rehusó y prefirió quedarse en su casa. Al día siguiente, después de dejar a su esposa en la terminal de autobuses, regresó a su casa, estaba atardeciendo, al entrar, Blacky saltó alegremente para recibirlo y de inmediato se acomodó en sus piernas al sentarse frente a su televisor. Por unos momentos se quedó con el control en las manos y lleno de hastío se puso a pensar:

“No cabe duda que los seres humanos, somos como las plantas; nacemos, crecemos nos preparamos llega el amor y nos casamos, recibimos con ilusión a los hijos y los formamos y éstos, llegado el momento, como aves, abandonan el nido dejando atrás todo lo demás para emprender su propio camino y nosotros, ¡qué!, ¡no me gusta mi realidad! Yo desearía mejor morir ¡Total! ¡A quién le hago falta ya! Tengo más de sesenta años, ¡ya rendí! ¿Qué más puedo hacer? ¿Qué me queda? ¡Ya cumplí! ¡A nadie le hago falta! Aurora, con nuestra hija estaría bien, las niñas la quieren mucho, nuestros hijos, ya tienen su vida hecha.

Hundido en sus pensamientos, no se dio cuenta que estaban tocando a la puerta, Blacky desesperadamente le rascaba el zapato y corría hacia la entrada gruñendo y eso lo sacó de sus desoladores pensamientos; con paso cansado, caminó hacia la puerta donde alguien tocaba con insistencia

—¡Ya voy! ¡Ya voy! Que nadie se está muriendo.

Su voz le sonó extraña diciendo que nadie se estaba muriendo ¡qué ironía! Unos minutos antes, él estaba pensando que deseaba morir ante el hastío de su vida. ¡Se rio solo, con amarga ironía! Al abrir la puerta, vio los ojos abiertos y tristes de un niño de unos cinco años, parecía tener hambre y frío, su ropa estaba sucia y llevaba entre las manos un carrito de madera sin ruedas y despintado que abrazaba contra su pecho. Daniel desconcertado, sólo acertó a mirarlo. ¿Qué estaba haciendo ahí a esas horas? ¡Y solo!

Continuará…

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