En la entrega del sábado pasado Leocadio Juárez regresó a la cueva donde había encontrado un tesoro de monedas de oro y utensilios de plata.
Las voces de las ánimas que vigilaban aquel baúl repleto de oro y plata le habían ordenado devolver lo que se había llevado y por eso estaba ahí, parado frente al cofre dispuesto a regresar la parte del tesoro que había sustraído de la cueva.
Las ánimas le hablaron nuevamente y le indicaron que para poder quedarse con el botín de oro y plata que se había llevado, debía repartirlo por mitades con doña Refugio Montes o en su defecto con el hijo o hija mayor de ésta.
Tal como se lo indicó la voz del más allá, Leocadio emprendió la búsqueda de doña Refugio Montes en La Joya; fue de casa en casa, pero no encontró ni un rastro de la mujer o de sus descendientes.
Siguió el camino escarpado entre la sierra hasta llegar a Las Antonias, donde nuevamente tocó todas las puertas sin respuesta.
Nadie conocía o había escuchado hablar de aquella persona y menos de sus hijos, quizá se hayan ido
del pueblo, le dijo un arriero que encontró mientras caminaba hacia la última casa del pueblo.
La casa estaba a las afueras del ejido y vivía en ella Cleofás, un señor de 98 años al que se le conocía cono el ermitaño porque casi no se dejaba ver por la gente.
Después de un rato de estar llamando a la puerta, finalmente salió de atrás de una cocina de palos el anciano; se sostenía con un palo y arrastraba los pasos.
¿Quién vive? Preguntó el viejo de barbas largas y amarillentas.
Me llamo Leocadio y estoy buscando a doña Refugio Montes o a su hijo ¿los conoce?
El anciano siguió avanzando lentamente y cuando estuvo frente a Cayo le preguntó ¿para qué la busca?
¿La conoce? Insistió Leocadio. Era mi madre, dijo Cleofás.
Leocadio sintió un escalofrío en todo el cuerpo y se quedó en silencio por un momento.
Cuando recobró el aliento le dijo, me encargaron que le entregara esta monedas y le contó lo que había pasado en la cueva y sobre las voces.
El viejo Cleofás soltó una risilla burlona y extendiendo su mano tomó el morral diciendo al mismo tiempo: era verdad, mi abuelo sí tenía un tesoro, lástima que mi madre ya no está para verlo, lo esperó toda la vida