Durante el viaje de escasas dos horas, la lluvia ligera y helada, golpeaba la ventanilla del autobús y el monótono ir y venir de sus limpiadores, era enervante. Soy maniática con los ruidos repetitivos. El sol se ocultaba rápidamente porque el camino accidentado entre la sierra, hacía que el efecto de anochecer fuera más rápido, además, en invierno, oscurece muy temprano.
Por mi cabeza pasaron como una ráfaga dolorosa, la repentina muerte de mi madre y mi soledad, era mi única compañera, soy poco sociable. Sentía que la casa se me caía encima y decidí cambiar de aires, aprovechando unos días libres.
La pertinaz lluvia de invierno, arreció al llegar al pueblo, el autobús no tenía oficina y se paraba en la plaza unos momentos para bajar al escaso pasaje y continuar su camino. En este caso, solo yo llegué al pueblo. Subí el cuello de mi gabardina y abrí mi sombrilla. Mi tía no me esperaba, pero seguro que estaba en su casa, eran ya, cerca de las ocho de la noche. La calle estaba desierta, se miraban en las ventanas luces encendidas, amarillentas y con poca potencia, el alumbrado público consistía en una lámpara mercurial en el centro de la plaza, y una en cada esquina, aprovechando los postes que sostenían las líneas eléctricas, así es en los pueblos.
Apuré el paso, pero de pronto, arreció la lluvia y me guarecí en el quicio de la puerta de una casa, al parecer, no estaba habitada. Pensé en esperar un poco antes de recorrer la cuadra que me faltaba para llegar. Al recargarme en la puerta, ésta cedió y se abrió produciendo un rechinar de goznes que por largo tiempo han estado cerrados. Me alegré de poder esperar que pasara la racha. Aquella casa abandonada, olía a humedad, al parecer, tenía mucho tiempo sola. Cerré la sombrilla y sacudí mi gabardina, respiré a todo pulmón con alivio y me disponía a esperar un rato, extrañamente, percibí olor a cera y me pareció extraño.
Me sobresaltó escuchar un sollozo, al parecer de una niña o niño, tal vez. Al acostumbrarse mis ojos a la oscuridad, descubrí en un rincón a una niña pequeña, debía tener unos cuatro o cinco años. Estaba sentada en el suelo, con una vela a punto de apagarse sobre un cajón de madera. Me acerqué a ella y le di mi pañuelo, en seguida le pregunté si estaba perdida, me miró con una tristeza increíble reflejada en sus ojos, y después de secarse las lágrimas, me dijo:
—Nadie sabe que estoy aquí, hasta que vengan por mí podré irme. Gracias por el pañuelo, está muy bonito, lo guardaré.
Se levantó y tomó su vela, caminó hacia la oscuridad y se perdió, sólo se escuchaban sus sollozos.
Me dio miedo seguirla, estaba muy oscura la noche y el viento empezó a aullar, al colarse por las ventanas rotas. Un estremecimiento recorrió mi espalda y me dirigí a la puerta para salir. El viento, se había llevado las nubes de lluvia y por fin, pude dirigirme a casa de mi tía, sólo quedó el viento helado.
A través de la ventana de una casa, cercana a la de mi tía, vi el retrato de la niña, que acababa de ver en la casa abandonada, no pude evitar un estremecimiento. La reconocí por su expresión triste, pero seguí de largo hasta llegar con mi tía Carmelina, que me recibió con alegría.
Después de ofrecerme una deliciosa merienda y comentar la partida de mi mamá, le pregunté:
—¿Quién es la niña de la foto de la casa vecina tía? Cuando llegué me guarecí en una casa abandonada a media cuadra de aquí y vi a esa niña llorando, decía que no podía salir hasta que fueran por ella. Caminó hacia el patio. Tuve miedo seguirla,
Después de un silencio, mi tía respondió:
—¡Imposible que la hayas visto! Se extravió hace más de dos años, nadie supo qué le pasó. En esa casa abandonada, vivía un hombre de la ciudad y abrió una tienda de abarrotes. El negocio fracasó y un día inexplicablemente, amaneció colgado de un mezquite en el patio de esa casa, nadie lo reclamó y fue a parar en la fosa común.
Al día siguiente, mi tía contó a los padres de la niña mi experiencia y decidieron buscar, no sabían qué, pero buscaron en la casa abandonada, hasta encontrar en el fondo de una noria seca, el cuerpo de la niña.
Cuando dejé la casa de mi tía, no pude evitar voltear a mirar el retrato de aquella pequeña y me sorprendió ver en su mano derecha el pañuelo que le obsequié y su expresión, ya no era triste.