El Contador Tárrega
Originario de la hermana república de Río Bravo y amante, como yo, de la música bohemia, nos conocimos en la preparatoria José de Escandón cuando los dos pasamos a formar parte de la rondalla de la escuela, aunque él tenía mucho más arraigo que yo en esto de “rascarle las tripas” a la guitarra, pues su padre era un virtuoso del requinto y poseedor de una voz privilegiada que lo introdujo a este género de música desde muy tierna edad.
No me alcanzaría el espacio para narrar la de aventuras que pasamos durante esos tres años que formamos parte de ese hermoso grupo musical, pero así de las que recuerdo, cuando nos invitó a tocar a una fiesta en su ciudad y a la salida nos estaba esperando un grupo de chamacos facinerosos que nos querían golpear por andar galaneando con las chicas de su barrio. O la vez que sacamos segundo lugar en un concurso de rondallas en Matamoros. Nos ganó una rondalla local que traía a una solista que cantaba precioso y que con el tiempo llegó al estrellato bajo el nombre artístico de “Dulce”. La de veces que habremos recorrido las calles de Reynosa y Río Bravo dando serenatas, dejando una enamorada aquí, otra por allá… Y a propósito de eso, el buen Fito era tigre para eso de las muchachas, y en dichos asuntos, era nuestro ídolo, pero en ese tema no voy a entrar porque podría provocar una conflicto diplomático en su matrimonio (je je, no te creas, Ale).
Mención aparte merece su mamá, doña Socorrito. Qué encanto de señora. Era nuestra fan número uno y se convirtió en una segunda madre para muchos de nosotros. Nos acompañaba a las presentaciones, se lanzaba a Monterrey a comprarnos vestuario, nos hacía fiestas en su casa, etc.
Fueron tres años que pasaron más rápido de lo que hubiéramos querido, pero que dejaron huellas imborrables.
Terminando la prepa, salimos en direcciones diferentes a estudiar, él a Monterrey, yo a Victoria. Y en la búsqueda cada uno de su propio camino, nos perdimos la huella por mucho tiempo. Algunos contactos esporádicos, pero nada más. Y tras muchos años, alguien se acordó de la rondalla y nos convocó a reunión, con lo que nuevamente retomamos el contacto.
Se volvieron a afinar las guitarras y, para nuestro deleite, revivimos las canciones y los arreglos que tantas veces cantamos en nuestra juventud. Antes de que la pandemia nos lo arrebatara, tuvimos el privilegio de cantar con su papá y el placer enorme de volver a disfrutar la compañía de ese par –don Fito y doña Soco– que, no obstante los años, nos seguían dando ejemplo de lo que era un matrimonio unido y enamorado.
Y ha sido en esta segunda etapa de nuestra amistad cuando más se ha fortalecido la relación y más he sentido lo que es contar con un verdadero amigo. Las reuniones se volvieron frecuentes y nuestras esposas, Rosalba y Aleida, llegaron a hacer buena amistad también, por lo que compartieron gran parte de mi dolor cuando mi compañera partió de este mundo.
Nunca olvidaré un hermoso gesto que tuvieron cuando eso ocurrió. Estaba yo en Tampico y me iba a regresar en camión con la urna que contenía las cenizas de mi esposa. Cuando Fito supo esto me dijo “no, aguántame ahí, nosotros vamos por ti”. Y junto con su esposa, que estaba en embarazo de alto riesgo, fueron hasta allá y nos trajeron a casa.
A partir de ahí, con más fuerza que antes, no me ha soltado. Me invitó al concierto de Gipsy Kings en Monterrey, cuando iba a volar de esa ciudad a McAllen por estar cerrada la frontera, fue hasta allá a llevarme al aeropuerto, me acompañó a la CDMX cuando me dieron un reconocimiento, invitaciones frecuentes al cine, a cenar, fue conmigo a la boda de mi hija para cantarles unas canciones a los recién casados, me acompañó también a cantarle en su fiesta de cumpleaños a mi tía Tere, ha sido mi escudero –o “damo” de compañía– en varios cursos o conferencias, incluso él me ha conseguido algunos, si no nos vemos en varios días está pendiente de mí vía mensajes o llamadas, “¿cómo andamos, mi Chuck?” (a raíz de que en un mensaje me quiso poner Chuy y el corrector se lo cambió, así me siguió diciendo). Y uno de nuestros grandes placeres es reunirnos para sacar nuevos arreglos a nuestras viejas canciones bohemias.
Agradezco tanto el que, ahora que estamos entrando en nuestros años dorados, podamos disfrutar la amistad de antaño y saber que todavía nos quedan experiencias por vivir. Él tiene ahora una hija de un año (sigue siendo tigre) y yo una nieta de dos, y ya lo creo que nos tocará vivir experiencias nuevas cuando esas chiquitas empiecen a crecer, esperándolas afuera de algún antro o cosas así (no se crean, Aleidita y Agnes, les prometemos no hacerlas pasar esas vergüenzas).
Mi amiga Dorita, autodenominada presidenta de mi club de lectores –a quien, por cierto, Fito también me acompañó a cantarle unas canciones– cuando le empezaba a platicar de él, me dijo “es que cuando usted dice ‘mi amigo Fito’, se nota que realmente siente esas palabras”.
Y cómo no las voy a sentir. Hace poco leí en internet que unos de los valores fundamentales en una amistad son la lealtad, la solidaridad y la incondicionalidad. Y mi fiel compañero cumple con todo eso. Para muchos, es el Ing. Rodolfo Vivián Peralta. Para mí, es y siempre será, “mi amigo Fito”.
Feliz cumpleaños este próximo día 5, querido amigo.
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