mayo 24, 2024
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Alicia Caballero Galindo

Un pasaje de la historia

julio 14, 2023 | 420 vistas

Mi padre, Emilio Caballero Caballero, militó en las filas de la Revolución Mexicana, alcanzando el grado de Capitán Primero, tuvo la oportunidad de ascender, pero prefirió regresar a las filas del magisterio, que era su auténtica vocación. Tuve la oportunidad de escuchar infinidad de anécdotas de su militancia en diversas escaramuzas; una de mis preguntas más frecuentes era si le había disparado a alguien alguna vez y él me respondía:

—Mira hijita, las batallas en las que participé, casi siempre, disparábamos a distancia, nosotros decíamos “al bulto” guiados por la luz de los fogonazos de las filas enemigas; si alguna de mis balas cegó la vida de un cristiano, nunca lo sabré, pero te voy a relatar algo que ocurrió en un encuentro inesperado que tuvimos en las lomas que están cerca de Padilla Tamaulipas.

Una mañana de abril acampábamos precisamente en unas lomas antes de llegar a Padilla. Habíamos salido de Güémez porque nos ordenaron reforzar ese lugar. Nos detuvimos porque el sol parecía querer quemarnos y aprovechamos la sombra de un grupo de huizaches reverdecidos por la primavera, nos dieron un descanso para comer algo del bastimento que llevábamos y un trago de agua. La jornada para llegar a Padilla era todavía de unas dos horas. Era un placer sentir el aire que soplaba suave mientras descansábamos en la sombra y disfrutábamos de algo de comida.

De pronto, sin saber de dónde, se escuchó un disparo y uno de los nuestros cayó herido del hombro derecho. Se hizo un silencio total, interrumpido por las quejas apagadas y los improperios proferidos por el herido. ¡Nada se escuchaba! A unos cincuenta metros salió volando una parvada de chachalacas, aves muy ruidosas y de vuelo corto, el hecho nos indicó de dónde venía el peligro. Nos alineamos en posición de combate cubriendo la retaguardia también, y esperamos algún indicio. Todas las órdenes eran con señas, para estar alertas. En esos momentos, de incertidumbre, sólo resta pedir a… quien creas te protege, que guarde tu vida, ante el peligro inminente los sentidos se agudizan, el instinto está a flor de piel, alerta a las señales de peligro. Me hace recordar las manadas de antílopes ante el embate de los carnívoros que los acechan.

La espera fue corta, empezaron a dispararnos desde los matorrales, no veíamos al enemigo ni sabíamos a cuántos nos estábamos enfrentando. Lo que sí era seguro, es que ya estaban localizados. Afortunadamente nos protegía la maleza que nos rodeaba, aunque estaba medio seca, por lo menos disimulaba nuestra presencia. La orden fue:

—“Cuiden el parque, no sabemos a cuántos nos enfrentamos.”

En forma rápida, dirigidos por el comandante de Compañía, preparamos la defensa. Nos dividimos en grupos de diez para cubrir todos los posibles puntos de incursión del enemigo. El herido quiso participar, y se colocó en la defensa de la retaguardia, protegido por unos troncos caídos que le permitían apoyar su rifle y disparar si era necesario Había mucha inquietud porque desconocíamos el número de nuestros oponentes, nosotros éramos una compañía, es decir tres secciones de 30 hombres con sus respectivos mandos y un comandante de compañía, de las fuerzas del general Luis Caballero, que era mi tío.

Intempestivamente empezó la lluvia de disparos provenientes de los matorrales, y el comandante dio la orden de disparar a discreción, empezando la refriega. Detectamos que el enemigo era un contingente menor al nuestro, sin embargo, tenían mayor protección, porque nosotros estábamos más expuestos en la loma. El Comandante se confía y camina entre su gente para darnos ánimo. Cuando estaba junto a mi hermano Santos y yo, alza su mano y grita:

— “Fuego a discreción, estamos ganando”

Después de su arenga, vimos que se llevó las manos al rostro y empezaron a escurrir hilos de sangre entre sus manos y se encorvó. Su lugarteniente, de inmediato, toma el bastón de mando y evita el pánico de la compañía, hasta ese momento, sólo había dos heridos y no eran de gravedad. Nos arrimamos a auxiliarlo y la sorpresa fue mayúscula cuando vimos al comandante levantarse de nuevo, con un paliacate amarrando desde la barbilla a la cabeza y blasfemando contra el enemigo dijo:

—No estoy muerto ca%(%$nes, sólo me agujeraron los cachetes, presta mi bastón, aún tengo mucho que hacer en esta refriega.

Todos nos sentimos animados, pensamos que algún ángel del cielo había protegido al comandante y le echamos más ganas al ataque.

Los disparos amainaron hasta no escucharse nada. Nunca vimos a los atacantes porque corrieron entre el monte sin dejar rastro, algunas huellas de sangre de los heridos, y dos federales muertos, que fueron abandonados. Se ordenó enterrarlos antes de continuar el camino.

Ya más tranquilos, un compañero que sabía de medicina pidió permiso al comandante para revisar la herida. Encontró algo sorprendente; cuando abrió la boca para arengarnos, un disparo enemigo perforó ambas mejillas, sin tocar una sola pieza dental, realmente un milagro.

Dos horas más tarde llegaron a su destino y los heridos se atendieron con más calma.

Y el caso quedó para la historia como algo insólito.

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